Si la chistorra es el producto típico de Arbizu, “¿dónde están los cerdos?” Esto se preguntó Oihane Rodrigo Cervantes en 2016, cuando tenía 30 años. Descubrió que la respuesta a su pregunta estaba lejos del pueblo de Sakana, por lo que decidió acercarla. Su apuesta por fortalecer la producción local fue más allá de una decisión puramente económica y personal, y también decidió reintroducir en la Barranca el Euskal Txerri, especie de cerdo autóctona casi extinta hasta que, en 1988, un hombre de Iparralde llamado Pierre Oteiza encontró varios ejemplares en el Salón de la Agricultura de París.

Ahora, todos los días Oihane se calza las catiuscas y se monta en su Land Rover blanco para ir al corral donde tiene más de 30 cerdos, a unos dos kilómetros al sur de Arbizu y con vistas privilegiadas de la cara oeste del monte Beriain. Repasa las montañas de Aralar, Urbasa y Andia mientras señala por la ventanilla de camino a su lugar de trabajo y, como dice ella, “de terapia”: un terreno, propiedad del Ayuntamiento de Etxarri Aranatz, que está justo al lado de Oinez basoa de Andra Mari Ikastola, bosque plantado gracias al proyecto de reforestación del Nafarroa Oinez de 2009.

DE CAMPO POR VOCACIÓN La ganadera es natural de Atarrabia, aunque recuerda ir de pequeña al pueblo de sus abuelos, Gorraiz, en el Valle de Arce, cada dos fines de semana. “Siempre he tenido ganado a mi alrededor”, cuenta. Después, hizo la ESO en Askatasuna y decidió estudiar FP Agroforestal. Cuando terminó, entró a trabajar en la empresa Altxa Trabajos Forestales, donde conoció a su fundador, Aitor Mendoza Sanzo. Ambos se enamoraron, se casaron en 2009, se fueron a vivir a Arbizu y tuvieron dos hijos, Ihintza y Aratz, de siete y ocho años respectivamente.

A causa de la crisis, Altxa desapareció, Aitor encontró trabajo en la fundición de Sakana y Oihane se quedó en paro. Entonces, al marido se le ocurrió la idea de criar un cerdo, pero su mujer respondía sin tomarse la propuesta demasiado en serio: “Bastante tengo contigo y con los dos críos?”. Por fin, accedió a ir a la Agencia de Desarrollo Rural, donde le plantearon a la pareja la posibilidad de reintroducir el euskal txerri en Sakana y, finalmente, les cedieron los terrenos junto a Oinez basoa, aunque también cuentan con otra parcela más pequeña al norte de Arbizu.

A continuación, fueron a Elizondo y se pusieron en contacto con Lorenzo Sarratea, pionero en la reintroducción del euskal txerri en Navarra, donde hoy ya está presente en ganaderías de Otsagabia o Lekunberri, con las que mantienen una gran relación. En Elizondo compraron a Ttik y Ttok, sus dos cerdos más viejos. Después se dieron cuenta de que podían duplicar el número y se hicieron con Zipi y Zape. “Al principio venía un hombre de Oroz-Betelu a inseminar a las hembras; pero, tras dos veces, aprendí a hacer de macho”, bromea Oihane.

En los días festivos para el resto, porque asegura que “la ganadería no entiende de fiesta”, la tranquilidad que le proporciona el paisaje puede verse algo alterada por la compañía de Ihintza y Aratz. Para ellos, el trayecto de menos de diez minutos al corral se ha convertido en una rutina para llegar al lugar donde pueden acariciar a los cochinillos o coger caracoles que, para desesperación de su ama, a veces olvidan en el coche.

El viaje se antoja especialmente entretenido para los txikis en los días de lluvia, cuando el traqueteo del todoterreno, botando sobre las dos líneas de tierra desgastadas a causa del paso de las ruedas, salpica barro y agua. “¡Es como una montaña rusa!”, exclaman entre gritos y carcajadas desde la parte trasera del vehículo, al tiempo que protegen a un caracol que se dejaron dentro el día anterior.

FLECHAZO Nada más bajarse del coche, los cerdos comienzan a correr hacia la valla y siguen los pasos de Oihane a medida que camina en paralelo. Parece que la atracción es mutua: “No sabría explicar por qué me gustaron tanto estos cerdos, puede que me enamorara de sus orejotas”, confiesa la ganadera. Lo cierto es que el euskal txerri es una raza muy peculiar: patas cortas, manchas negras, perfil facial curvado y orejas que les tapan los ojos a medida que crecen. “Normalmente acaban quedándose ciegos porque dejan de ver”, explica la ganadera. “Nos damos cuenta cuando empiezan a chocarse”, explica.

Sin embargo, para Oihane “será imperfecto, pero es de aquí, nuestro”. “Todos no somos perfectos y también necesitamos nuestro tiempo”, reflexiona. De hecho, el euskal txerri tiene un crecimiento mucho más lento que el cerdo común y tarda año y medio en alcanzar entre 80 y 90 kilos, peso con el que se mata para hacer todo tipo de derivados: morcilla, chistorra, lomo, papada, jamón, etc. Oihane asegura que la espera merece la pena, ya que “la carne es especial y de gran calidad, parecida a la del cerdo celta o ibérico”. Además, los carniceros le han dicho que “por la facilidad a la hora de cortar la carne, se nota que los cerdos están libres y no en un sitio cerrado”; porque, en el segundo caso, la piel y las articulaciones son “mucho más rígidas”. Esto, según la ganadera, también se debe a que, aparte del pienso, sus cerdos comen gusanos y “todo lo que pillan”. “¡Mientras no me coman a mí!”, exclama.

PRODUCCIÓN LOCAL Una vez que todo está listo para la venta, Oihane se suele valer de un grupo de WhatsApp, formado por ganaderos y agricultores locales, para distribuir la carne a través de él “en la medida de lo posible”. “Siempre que puedo, intento no darles mucho a grandes empresas y vender a particulares”, matiza. No se hará millonaria, pero admite que le vale “lo comido por lo servido” si trabaja en lo que le gusta.

No en vano, considera que se preguntó a sí misma qué le gustaría hacer en el futuro, y es lo mismo a lo que se dedica: un trabajo de campo. En contraste con su situación, cree que “cada vez más jóvenes viven para el fin de semana”. Observa que se trata de un planteamiento cortoplacista impuesto por el mismo sistema que ha llevado a su perfil de mujer joven ganadera sea excepcional. No solo está presente en la ciudad, que siempre le resultó “agobiante”, sino también en el mundo rural, que cada vez tiene menos de rural. “Todo son grandes superficies”, apunta al tiempo que critica los problemas medioambientales, de salud y de “desnaturalización” que provoca. Es decir, de desconexión con el origen de lo que comemos y bebemos, así como de una falta de conocimiento que nos vuelve dependientes y vulnerables ante todo lo que es grande o, más bien, se nos queda grande. “¿Y tú, qué? Si eres pequeño”, sentencia.