El mercurio se ha desplomado hasta los cero grados durante una de esas noches que ponen a prueba. Dahou, calado con su gorra de marinero, demuestra ser un hombre de palabra y acude a la cita como estaba previsto aunque bien podría haberse ausentado. Es habitual que quien vive en la calle diga hoy blanco y mañana negro, porque al raso y sin techo uno está siempre al albur de los acontecimientos. Solo este argelino de 55 años sabe lo que le ronda por la cabeza esas noches de duermevela. “Me paso todo el día solo. Apenas como. La verdad es que muchas veces pienso que lo mejor es quitarme de en medio, me muero y ya está”.

Tras poner palabras a ese tormento que lleva adentro, su mirada se empaña y hace esfuerzos por reprimir el llanto. Invisible al mundo, no tarda el hombre en estrechar su mano y agradecer el contacto por ser escuchado. Cuando cae la noche, dice, le carcome una tristeza sin consuelo, escondido en un parquing del barrio de Amara, donde se echa dos mantas y apenas descansa porque su mente vuela.

Hace tres meses que perdió a su hermano. Es el último que quedaba vivo en Orán, su ciudad natal, donde cada semana miles de personas salen a la calle para pedir “ley y justicia”, donde aumentan los detenidos por delitos relacionados con la libertad de expresión. Sus padres también murieron.

Toma un azucarillo que vierte en el café mientras explica que no tiene ninguna intención de regresar a la ciudad portuaria del noroeste de Argelia de donde marchó hace ya mucho tiempo. Nada le ata a su país, pero tampoco a este, y por eso la cabeza le acaba jugando tan malas pasadas, porque se ha convertido en el paria de una sociedad de la que no se siente partícipe. Es una de esas “personas en exclusión social que tienden a estar cada vez más alejadas del conjunto de la comunidad”, según alerta el II informe Foessa, sobre Exclusión y Desarrollo Social en Euskadi.

Miles de personas durmieron ayer a la intemperie en diferentes ciudades del Estado sumándose a La Noche Sin Hogar ya que se celebró una jornada de apoyo. Una iniciativa a nivel global para visibilizar a las personas sin techo, como Dahou, que se va desprendiendo de su ropa según discurre la charla. “He pasado mucho frío, pero bueno, con dos mantas me arreglo”, dice con la voz apagada y una mirada que parece perdida en algún remoto lugar. “Lo de la gorra no es casual”, se adelanta como si estuviera leyendo el pensamiento. “Fui marinero en Argelia en el servicio militar durante siete años. Después trabajé como pescador en la mar, pero todo empeoró, y ahora todos están muertos”. Respira hondo. Habla de sus seres queridos, de quienes no le queda más que el recuerdo.

En Euskadi hay más de 3.000 personas en situación de exclusión residencial grave, muchas de las cuales ya no confían en nadie. En concreto, 534 fueron localizadas en el recuento nocturno de calle realizado entre el 18 y 19 de octubre del año pasado.

pura desesperación Tras cada cifra hay un rostro y una vida, como la Dahou, que levanta su ropa de cintura para arriba y muestra su vientre, cosido a cortes recientes. “Me los hago por pura desesperación”, dice el hombre, que todavía lleva en su mano izquierda la pulsera identificativa con sus datos personales tras un ingreso hospitalario reciente. “Necesito medicación”, repite una y otra vez llevándose la mano a la cabeza. Ha tomado pastillas durante muchos años para calmar su ansiedad pero ahora no hay quien se preocupe por su salud mental y su cabeza no le da tregua.

El encuentro con este hombre tiene lugar gracias a la mediación de la Asociación Arrats, que presta servicios de atención diurna para personas en situación de exclusión. Su responsable, José María Larrañaga, se muestra preocupado por la gravedad de las autolesiones que acaba de mostrar el argelino y le insiste en que así no puede seguir, que le tiene que atender algún médico. Él baja la mirada y responde que sí, pero lleva ya solo cuatro años en Donostia, con todos sus días y noches, y la cabeza le juega malas pasadas. Prueba de ello son otras cicatrices anteriores de otros muchos cortes más profundos en su brazo izquierdo. Su patología mental sin diagnóstico unida a la desesperación hacen de Dahou una persona que corre serio peligro, viviendo solo en la calle con todo el invierno por delante. “Suelo comer en el Aterpe, donde puedo limpiar la ropa pero no tengo amigos, no tengo nada”. Dice que no le gusta pedir en la calle, y que pasea y sueña con la posibilidad de tener una habitación y un trabajo.

no es ningún mendigo La mendicidad no es lo suyo. A pesar de la opinión tan extendida que vincula vida de calle con limosna, en realidad solo un 10% de las personas que se encuentran en la pobreza extrema se atreven a pedir ayuda en la vía pública.

Cuando llega la desesperación, hay quien encuentra otras maneras de llamar la atención mediante las autolesiones, asociadas casi siempre con ciertos trastornos mentales, como el limítrofe de la personalidad, la depresión, ansiedad, los trastornos alimentarios o el abuso de alcohol y drogas.

Esta misma semana, el responsable de la Asociación Arrats denunció “la falta de médicos de calle” especializados que puedan dar una respuesta a calvarios como el de Dahou.

Las cifras que acaba de publicar Cáritas sobre la pobreza, que se incluyen en el informe Foessa, elevan a 334.000 el número de personas en exclusión social, de las que 90.000 se hayan en una “situación extrema”. Entidades sociales pidieron esta semana a las instituciones que dediquen más recursos para estas personas que han dejado de confiar en los servicios sociales. Lo han hecho, admitiendo que es mucho lo que se está haciendo, pero que “no es suficiente” teniendo en cuenta la fotografía que ofrecen los distintos estudios.

Cáritas identifica tres bloques principales de riesgos sociales que afectan con más fuerza en el País Vasco. El primero de ellos se refiere a la vivienda, “un motor elemental de la desigualdad y un factor clave en las dinámicas de exclusión social”.

el caso de lorenzo Da fe de ello Lorenzo, un parisino de 52 años que lleva prácticamente toda su vida viviendo en la calle y que actualmente duerme en un edificio ocupado de Donostia. A diferencia de Dahou, admite que suele pedir limosna. “Lo único que puedo decir es que las personas que me han ayudado son las que menos tienen, porque las que se ve sobradas de dinero ni siquiera te miran. Tienen mucho dinero y no lo sueltan, porque si lo sueltan no tienen”, denuncia el hombre.

Tras sus pequeñas lentes ovaladas explica que al menos ha conseguido empadronarse en el lugar donde vive, algo que no suele ser fácil. De hecho, es habitual que muchos municipios se nieguen en redondo para evitar que estos inquilinos sin domicilio fijo se hagan con unos derechos adquiridos.

Puestos a expresar deseos, Lorenzo reclama lo mismo que su compañero: un trabajo, o al menos algún tipo de recurso, debido a su alto grado de discapacidad por múltiples dolencias que arrastra tras un accidente cerebrovascular. Por lo demás, él se las apaña. “Que llegue el invierno no me da miedo. Al frío te acostumbras. Más problemas suelen traer las malas caras con las que nos mira mucha gente”, dice este francés que llegó a Donostia hace un año y que, después de dormir varios meses en el voladizo de La Concha, ocupa un inmueble junto a otros tres compañeros.

El acceso a una vivienda digna se ha convertido en “un derecho inaccesible”. Para él y tantas familias, que sufren la inseguridad y la inadecuación de su hogar, ejerciendo una influencia notable sobre su estado de salud y sus proyectos vitales. “Mi única compañera es Chance”, sonríe presentando a su gata tricolor, un animal doméstico que bautizó en francés con una palabra resume su apremiante deseo: suerte.

“Es mi animal de compañía, y simplemente por tenerlo ya supone un problema para acceder a los alojamientos municipales. A pesar de vivir así, me conformaría con que la sociedad dejara de pensar que somos mala gente. Solo hay que darnos una oportunidad y conocernos”.