Dirección y Coreografía: Claudia Martins y Rafael Carriço. Programa: Drácula, con música de Kilar, Glass, Rachmaninov y Lou Reed. Programación: Ciclo Otras miradas, otras escenas de la Fundación Gayarre. Lugar y fecha: Teatro Gayarre. 17 de mayo de 2012. Público: No se llegó a llenar el patio de butacas.
LO que, sin duda, más va a permanecer en nuestro recuerdo del paso de esta buena compañía portuguesa, es la fuerza visual de algunas muy poderosas y logradas imágenes. Impactantes no sólo por su dificultad física, sino por su originalidad y desarrollo. La compañía Vortice basa su espectáculo -y lo consigue- en la creación de una atmósfera espesa y agobiante situada en ese espacio inquietante del miedo, la oscuridad, la claridad fría, el irremediable atractivo del vampirismo, la vida y la muerte, en definitiva. Como era de esperar, los colores que configuran la escena son el rojo, el negro y ese blanco postmortem, tanto en vestuario como en ambiente, con la inclusión de los musculosos y rotundos desnudos masculinos. El mayor interés -y avance- de la obra radica en las cuatro o cinco escenas de impacto con que nos sorprende la compañía; más que por el material coreográfico de escenas de baile, propiamente dicho, por otra parte bien cuadradas y realizadas. Se abre el telón con la cascada de sangre-arena sobre el bailarín: aunque el recurso no es nuevo (Nacho Duato, Oller…) resulta visualmente muy hermoso. Esa primera escena se diluye en una simétrica danza que relaja la tensión. Lo siguiente eleva el listón hasta ser, a mi juicio, lo más logrado del espectáculo: cuatro bailarines se cuelgan boca abajo, como murciélagos, y evolucionan creando una enorme tensión -a partir de cierta base zoomorfa- contrastando con la bailarina solista a la que devoran. A partir de esa prueba de dramatismo y fortaleza, la coreografía de los portugueses va desarrollando diversas escenas -algunas amorosas- contrastadas, bien ensambladas con la música que suena, pero de desigual recepción por el espectador.
Toda danza, en este espectáculo, tiene algo de macabra. Incluso los pasajes en los que esta implicado todo el cuerpo de baile, ocultan la completa luminosidad. Las risas son siniestras. La irrupción de las bailarinas -riguroso negro- en delicadas puntas, no aportan ternura, sino inquietud. Los pasos a dos, incluso el del banco, lleno de lirismo, o el de la pareja colgada, planteado incluso como sensual, siempre acaban en el fatídico bocado. Todo en ese ambiente fantasmagórico que se pretende.
Muy logrado me pareció el número de la bata de cola roja. Es muy original, sobre todo en el tratamiento. Con una estética de movimiento lento, un vestido de bata flamenca roja, de oceánicos volantes, envuelve a dos bailarinas, la que lo lleva, y otra oculta que hace flotar y evolucionar a la primera en una coreografía muy cuidada, no exenta de dificultad y de excelente realización. Otros momentos, como el del cocinero preparando un menú con sangre -con el aderezo de un bien interpretado número de danza a ritmo de vals- son más discutibles.
Me gustó, también, el material coreútico aplicado a la música de Phillip Glass: una especie de minimalismo muy complicado en brazos y manos de las bailarinas sentadas. Su rapidez, simetría, puntillismo y exactitud impactan. Todo el cuerpo de baile, a modo de revoloteo, seguía las indicaciones del piano, plasmando con sus dedos el mismo juego del teclado. Son detalles magníficos en medio de un espectáculo siempre un poco oscuro, porque una de las últimas escenas, con la dama blanca de la muerte entre niebla -muy a lo Lindsey Kemp-, aporta ese color frío de mortaja. Por último, también impacta -e incomoda- ese final de goteros de plasma, que alimenta y esclaviza a la compañía ante la presencia del impresionante, atractivo y moderno conde Drácula. El espectáculo, con tener predominio de danza, es fronterizo de teatro y audiovisuales, y como todo espectáculo fronterizo tiene estupendos hallazgos y secciones menos profundizadas.