antes de zambullirnos en el sofocante parón sanferminero, Zentral nos ofrecía este sábado una inmejorable manera de cerrar el primer semestre musical del año, de la mano, ni más ni menos, que de Ana Lila Downs Sánchez, conocida artísticamente como Lila Downs. La artista mexicana, que atesora un sinfín de triunfos y reconocimientos (entre los que destacan varios premios Grammy), es toda una institución en la música hispana, una especialista en lo que a mezclar géneros se refiere, metiendo en su batidora estilos tan aparentemente dispares como el pop, el rock, la cumbia, los boleros, el folk, las rancheras, el hip hop, los corridos mexicanos, la música chilena, el jazz, la electrónica o los valses peruanos. Una refrescante y exquisita ensalada que en Pamplona cuenta con comensales asiduos: ya nos visitó, de hecho, en 2015, y en esta nueva visita repitió éxito de convocatoria, con una sala que rozaba el lleno absoluto. La mexicana venía a presentar su último lanzamiento discográfico, Al chile, un título con el que, según dice, alude a la fuerza de su México querido (por el picante).

Y desde luego, si hubo algo que no faltó en su actuación, fue precisamente fuerza. Ante una parroquia enfervorizada, la cantante azteca se comportó como un auténtico torbellino, derrochando entrega y pasión en sus interpretaciones, inundando con su chorro de voz la sala y contagiando su entusiasmo al público en el que había, por cierto, muchos compatriotas suyos (si bien la mayor parte de la concurrencia era local y a la hora de disfrutar no hubo distinción de nacionalidades). Estuvo acompañada por una espléndida banda en la que no faltaban metales, acordeones y percusión, aparte de la consabida base de guitarra, bajo y batería. Detrás de los músicos había una pantalla en la que iban proyectando imágenes de paisajes, edificios y ciudades mexicanas, ayudando a que la ambientación fuese total. A eso contribuyó también la propia Lila, que utilizó atuendos de su tierra (pañuelos, vestidos y sombreros) y cantó con unas flores con los colores de la bandera mexicana en la base de su micrófono.

En lo estrictamente musical, la cantante utilizó todos sus registros: el baile latino en Cariñito o La San Marqueña, con gran presencia de metales, el mestizaje panamericano, en la línea, por ejemplo, de Mano Negra (de hecho, también se atreve con el Clandestino de Manu Chao), y sin olvidar, por supuesto, su veta más tradicional, como hizo en la ranchera Fallaste, corazón, coreada por todos en una ciudad en la que las rancheras se sienten tan propias como las sobremesas, los buenos Farias y el pacharán. Siguió por ese camino en los bises con la mítica Llorona y volvió a encender la mecha de la fiesta con Mi querida soledad. Todavía hubo una última propina (pareció que no estaba prevista, aunque nunca se sabe), con Mezcalito, en la que pasó una botella de tequila al público. Gran concierto. Soberbia fiesta. Lila Maravilla Downs.