La iglesia del Convento de Santo Domingo -en la trasera del ayuntamiento- ha sido -y esperemos que siga siendo- tan importante para la música en la ciudad, que, ahora que apenas se abre para algún culto, no conviene que caiga en el olvido. Es un espacio magnífico, siempre generosamente abierto a los músicos por los Dominicos -una Orden culta, de grandes oradores-, y que está muy unido al acontecer del Conservatorio, cuando estaba en la calle Aoiz. En su coro, generaciones de estudiantes descubrimos las cantatas de Bach. Por otra parte, los ciclos sacros del Ayuntamiento de Pamplona, se consolidaran en ese espacio. Y, además, es el continente de una joya organística, que, con su preciosista caja, recibe al público a la entrada, y le introduce, ya con la vista, en el maravilloso mundo del órgano de tubos. Así que conviene repensar este lugar; quizás volviendo a sede de los ciclos municipales de Navidad y Semana Santa, sin tener que depender de horarios de misas y otros inconvenientes.

En el concierto de hoy, con el titular de la catedral de Segovia en la consola, hemos vuelto ha reencontrarnos con su peculiar sonido, con sus mixturas delicadísimas y con su trompetería, no diré que apocalíptica, pero sí “cañera”. Montero Herrero, echando mano del archivo de su catedral, confecciona un programa de exhibición entre, el más conocido, Correa de Arauxo, y su sucesor en el puesto de organista en Segovia, Antonio Brocante. No es que sea una competición; pero, a mi juicio, ambos quedan muy arriba. Correa es incuestionable en su discurso de plenitud, de cordillera sonora de altos vuelos en cada obra, con solidez y sin aspavientos. Brocarte se nos antoja más espectacular, por lo menos en la “registración” de las partituras interpretadas; por ejemplo, “el registro de dos tiples de séptimo tono”, donde los relucientes sonidos de clarines, bellamente descarados, nos descubren las posibilidades del instrumento, a la vez que muestran, muy a las claras, la extraordinaria calidad del organista: es asombroso comprobar el riesgo que corre, por sonoridad y velocidad, en esta pieza: se notaría, descaradamente, cualquier fallo; y sin embargo, la precisión, el ataque de la pulsación desde arriba, la extraordinaria limpieza de las notas -casi todas las frases adornadas con trinos-, el dominio, en fin, de los dos teclados; fue una de las cumbres del concierto, pero, desde luego, la tónica -impecable- de todo el recital. Montero se inscribe en ese plantel de jóvenes organistas españoles -incluyo a los de aquí, claro-, que han llegado a un nivel, como antes no habíamos conocido. Ese amable duelo entre Correa y Brocante, nos fue deparando delicadezas de ecos entre los registros en “pianísimo”, y, ya al final, los más potentes; pero predominó la mesura, los tientos bien adobados en sonoridades empastadas. Cerró el recital la fantasía para la Virgen de la Fuencisla, del joven Martín-Laguna Monreal, creando un entorno muy naturalista, hasta con registro de pájaros. Y, de propina, una deslumbrante chacona de Martín y Coll.