Desde el Louvre hasta el HangarBicocca, pasando por el Prado, la Fundación Oteiza, la Casa Museo Anne Frank o la Berlinische Galeria. Roberto Valencia (Pamplona, 1972) reúne hasta 12 museos en un volumen sin ánimo academicista que “le puede interesar a cualquiera que haya estado en esos espacios y quiera contrastar su experiencia con la mía; o cualquiera que quiera visitarlos en adelante”.

Empecemos por el título. ¿Se refiere con él a esa pulsión esencial e histórica del ser humano a crear y a exhibir sus creaciones?

–Sí, lo que no sabemos es si lo que se exponía antes era arte, pero está claro que desde siempre el ser humano ha querido exponer algo que era fruto de una pulsión estética. Lo que no sabemos es si en las cuevas parietales era arte, probablemente no; y lo mismo pasaba en las antiguas acrópolis griegas y en los templos egipcios. Además, el título se refiere a que lo que hoy son museos antes eran palacios, cuevas y hangares o fábricas. También iglesias y catedrales. De alguna manera, hemos subvertido la función de esos espacios para hacer algo mucho más bonito. En el libro hay palacios reconvertidos en museos, caso del Louvre; hay hangares, el HangarBicocca, y está también la Cueva de de Pair-Non-Pair.

¿Por qué estos doce museos? 

–Porque son los que más me gustan y porque son de los que se me ocurría algo que decir (ríe). Sobre todo son museos en los que algo ha vibrado en mí. En la Casa Museo de Anna Frank tienes una emoción sobrecogedora; en el Louvre, que es el museo de mayor superficie expositiva del mundo, es imposible que no te emociones con algo. Estos son museos en los que se me ha removido algo de mi propia subjetividad. Quería haber añadido cuatro o seis más... En 2020 y 2021 íbamos a viajar para descubrir nuevos museos, pero vino la pandemia...

¿Diría que alguno de estos museos o todos le han cambiado de alguna manera?

–Sí, sin duda. Más que informarle de cosas, que también, lo que un museo hace con el espectador es ampliar su mirada. Le hace mirar las cosas de otra manera, con otros matices, darse cuenta de que hay elementos en el arte y, por tanto, en la realidad, en los que no había reparado y que quizá modifiquen o complementen tu visión de las cosas. En todos ellos he aprendido a mirar la realidad de maneras distintas. 

Póngame un ejemplo. 

–El Museo de Historia Natural de París. Es un museo viejuno en el que en su día se hacían prácticas de disección y estudio anatómico. Hoy se conservan allí aquellos esqueletos de los animales que se estudiaban. Cuando entras en ese museo y ves un espacio enorme con esqueletos de todos los vertebrados que te puedas imaginar, colocados todos en orden, te das cuenta de la diversidad animal. Y esto te lleva a pensar en que ahí están todas las posibles recombinaciones del mundo animal en el mundo de los mamíferos. Y te preguntas si habría más posibilidades o ya está todo, y si dentro de 4.000 años esta colección será la misma o será otra... Te das cuenta de que dentro de cientos de años esos animales ya no existirán y sientes un vértigo importante. 

Cuando vamos a un museo portamos nuestra propia mochila de juicios, prejuicios, ideología, opiniones... Y Roberto Valencia aboga por dejar eso a un lado y atreverse a dejarse sorprender. 

–Lo ideal sería suspender tu subjetividad por un momento y ofrecerte como un recipiente vacío a los estímulos el museo. Pero eso es imposible. Tú vas a interpretar lo que ves de una manera más activa de lo que crees porque vas a ir a buscar con tu mirada aquello que estás capacitado para detectar. El milagro es cuando lo que tú llevas se suspende y de repente te abres a otras miradas. Y eso ocurre con cierta frecuencia. 

¿Nos da miedo que nos sorprendan, que nos muevan del lugar en el que estamos aparentemente seguros? 

–Sí, es que igual algo que ves en un museo pone en crisis cosas que teníamos muy asumidas. Tanto en los museos como en la literatura o en el teatro, por ejemplo, lo ideal no es imponerte tú a la obra, sino escuchar a la obra. Si te impones, no estás dejando que llegue a ti eso que te va a aportar esa pieza. Lo ideal es ver cómo esa obra vibra en ti. Ya después, y aquí está el trabajo de este libro, puedes debatir con la emoción que te ha transmitido, con esa tonalidad emocional que te ha provocado... 

Ahí llega el momento de extraer los significados, aunque no sé si Susan Sontag estaría muy de acuerdo, ella que escribió el famoso ensayo ‘Contra la interpretación’. 

–Susan Sontag le abre la puerta a un monstruo, que es la posmodernidad en literatura, y viene a decir que no vamos a aceptar los significados ya fijados, sobre todo porque algunos eran terribles: el patriarcado, el colonialismo... Pero también en algunos significados fijados había mucha sensibilidad. ¿Cómo no abrazar a Goya o a Velázquez, por ejemplo? Sontag abrió la puerta al ‘todo vale’, pero también a unos grados de libertad inusitados hasta ese momento en la literatura. Vino a decir, enfréntate con la obra, mira lo que hay y saca tus conclusiones. El problema es tratar de ir a la contra de las grandes aportaciones de la historia del arte y de la literatura, que tienen un valor importante. No vamos a demoler el Prado o el Louvre, ¿no? Mejor le añadimos lo que le falta, como obra femenina y feminista, obra de otras latitudes, pero sin eliminar lo que hay.

En el libro habla de que faltan museos femeninos y feministas, ya que la mujer artista ha sido invisibilizada durante tantos siglos. 

–La reivindicación de la introducción de la mujer como artista, no como modelo, que está muy representada y cosificada, ya empezó con fuerza en los años 90 con el movimiento Grrrl. Porque es cierto que los museos obviamente no han sido ni femeninos ni feministas y esto es algo que hay que corregir. Lo que sucede es que, desgraciadamente, se ha conservado muy poca obra creada por mujeres. Por eso los museos clásicos seguirán siendo masculinos. En esos espacios, la presencia femenina habla más por su ausencia que por su presencia, y no estaría nada mal dejar algunas salas vacías para que quede más en evidencia.

En los útimos años ha crecido con fuerza la política de la cancelación. ¿Qué opina al respecto? 

–Es complicado... El debate de partida es que el arte debería arrojar valores universales, pero muchas obras no lo hacen. Claro, los artistas que trabajaron hasta el siglo XX se decían a sí mismos universales, pero lo cierto es que excluían a la mujer o la cosificaban como modelo. Está claro que, por ejemplo, Aristóteles era machista, Velázquez también, ¿pero les vamos a exigir una total clarividencia para saltar por encima del estado de pensamiento de su época? Eso es imposible. La toma de conciencia de que a la mujer se le debían derechos plenos lamentablemente ha tardado muchos siglos en consolidarse. Y era muy difícil que un artista tuviera conciencia feminista en un momento en que el feminismo no existía. El feminismo es una conquista posterior al tiempo de los grandes creadores. La reivindicación de un arte universal es completamente justa, pero no se le puede pedir a un arte que ha sido producido en un determinado contexto que salte por encima de él y adelantarse cinco siglos a su tiempo.

¿También es injusto retirar esas obras de arte? 

–Es que nos perderíamos a los grandes creadores. Si se retiran obras de pintores o de escritores de medio pelo no se pierde gran cosa, pero ¿te vas a cargar a Shakespeare porque aparecen pocas mujeres en sus obras y las que salen son las Ofelias que se suicidan? Yo creo que sería un error. Desgraciadamente, reconstruir la historia del arte en clave femenina y feminista es posible solo hasta cierto punto. Otra cosa son las interpretaciones que se pueden hacer de las obras existentes, pero detectar esos machismos, expolios, atropellos debería ser compatible con reconocer la grandeza de esas piezas en otros aspectos. Más que cancelar, hay que compatibilizar. Sé que hay quien me llamará cínico porque soy un hombre...

"El arte no salva; nos salva a un nivel personal, pero no es política. Lo único que puede cambiar el mundo es la política, la guerra, tristemente, y los pequeños gestos de solidaridad y amor, que tienen un ámbito más restringido"

En el libro habla también de la tecnología, de cómo los museos han puesto las obras al alcance de todos a través de webs donde se pueden ver todos los detalles, sin embargo, ¿dónde queda la experiencia? 

–Aquello que Walter Benjamin llamaba el aura de la obra. Él decía que la reproducción no tiene ese aura. Ahora, hay museos en los que ver esa aura es imposible. En el Louvre entran cada día 28.000 personas, una quinta parte de Pamplona... El aura se percibe mejor en los museos pequeños como, por ejemplo, el Museo Oteiza, que está muy bien preparado para generar esa experiencia de la que tú hablas. 

En el libro manifiesta un estado de ánimo melancólico. 

–En el libro hay una doble melancolía. Una es la que yo creo que es inherente al arte. El arte siempre se propone grandes cometidos. Muchos artistas han querido cambiar el mundo. Todas las vanguardias del siglo XX tenían sus manifiestos. Pero el arte no salva; nos salva a un nivel personal, pero no es política. Lo único que puede cambiar el mundo es la política, la guerra, tristemente, y los pequeños gestos de solidaridad y amor, que tienen un ámbito más restringido. El arte puede mejorar el mundo, pero no cambiarlo. Y luego está la melancolía de lo sagrado.

¿A qué se refiere? 

–En todo el libro se tiene una nostalgia de aquellos tiempos en los que el arte formaba parte de la vida cotidiana, de cuando no había separación entre arte y vida. Porque el arte servía para loar a los dioses, para implorarles, para tratar de influirles para que nos beneficiaran. Su finalidad era casi inmediata. También tenía el objetivo de construir comunidad, aunque el reverso era terrible y si no venerabas en esos dioses, te mataban, como le paso a Sócrates. Pero todo ese arte que generaba comunidad y que pedía cobijo a los dioses politeístas o monoteístas ha desaparecido y era tan hermoso, tan ingenuo, tan potente... El ser humano ha ganado en libertad, tenemos que crear nuestras propias leyes, instituciones, pero, por contra, tenemos aquella melancolía en la que todo se nos daba hecho. Entonces no sentíamos ese desgarro por la existencia de la que habla Sartre. l