Black Adam: Yankee go home

Dirección: Jaume Collet-Serra. Guion: Adam Sztykiel, Rory Haines, Sohrab Noshirvani. Cómic: C.C. Beck, Otto Binder. Intérpretes: Dwayne Johnson, Sarah Shahi, Pierce Brosnan, Viola Davis, Aldis Hodge y Noah Centineo. País: EEUU. 2022. Duración: 125 minutos.

El excedente narrativo, lo que queda tras el paseo apocalíptico de Black Adam, probablemente no será tenido en cuenta por la inmensa legión de espectadores que acudan a su reclamo. Sin embargo, pese al desprecio y prejuicio de quienes consideran el cine de superhéroes como basura audiovisual concebida sin talento, nada impedirá que cuando la mayor parte de ese buen cine de festival de gafapasta y psicoanálisis sea olvidado, se vuelva una y otra vez a recrear este imaginario hecho de la materia de la que fueron pergeñados todos los mitos.

Hablamos de valor simbólico. De la urdimbre inasible con la que se forja la identidad, esa que nutre la sangre que alimentaba las viejas historias de Homero. Con esa sed de significado se levanta esta alegoría del tiempo actual que, en el comienzo del siglo XXI, tiene dos contendientes en pugna: la Marvel y la DC Universe Online.

Una surgió con los estertores de la guerra de Corea aunque su origen se remonte a la Timely Publications de 1939; la otra empezó a emerger poco después de la crisis del 29, en años de hambruna y miedo, en 1934; cuando Hitler recibió el título de Füher y en China, Mao inició la gran marcha. Ambas, la DC y la Marvel, como Bruce Springsteen, nacieron en U.S.A. y responden a la mirada hegemónica de un sistema que dominó un mundo que hoy desaparece. De ese influjo, el de los superhéroes, autores nada sospechosos de frívolos como Umberto Eco señalaron hace cincuenta años su decisiva relevancia.

Ciertamente, más allá de esa lucha comercial que favorece a ambos imperios del entertainment, y aunque están saturando el mercado, prevalecen en sus películas algunas cuestiones nada desdeñables. Entre ellas hay enigmas difíciles de desentrañar, como el carisma de Dwyane Johnson, aquí convertido en la cara oscura de Superman, en el Adán negro. Si Superman representa a Dios, Black Adam es su antagonista; el hombre caído y renacido con el favor de los dioses de los tiempos oscuros. Su poder se convoca con una palabra, Shazam. Un acrónimo esculpido con las iniciales de Shu, Horus, Amón, Zehuti (Thoth ), Atón y Mehen. Un alma en pena que no pertenece ni quiere a la Liga de la Justicia. No busca imponer norma alguna, tan solo vengar a los suyos.

Los justicieros dicen respetar la vida, Black Adam, nos cuentan, siembra la muerte.

Nació en Kahndaq, un territorio imposible e imaginario ubicado en algún lugar entre, al decir de sus exégetas, Egipto e Israel. Sus genes saben de la antigüedad egipcia y su ira, del ojo por ojo judío. En la versión de 2022, dirigida por el catalán Jaume Collet-Serra, no cuesta trabajo imaginar que los sufrimientos del Adam contemporáneo fluyen entre Irán e Irak y se sabe bañado por las aguas del Éufrates y el Tigris. Su enfado es antológico, su cabreo da miedo.

A su lado, enfrente, en contra o con él; a los superhéroes americanos se les recuerda que allí no son necesarios. Tampoco el trono del mando, algo que de manera obvia, Black Adam rechaza como epítome de la peor de las tentaciones, la del poder absoluto. Jaume Collet-Serra, el cineasta español que más espectadores ha congregado para ver sus trabajos, no encuentra dificultad alguna para mezclar épica e ironía, acción y espectáculo. Recoge la herencia de Zack Snyder, David Ayer, James Wan,... Ninguno de ellos ignora que Christopher Nolan marca el camino.

En Black Adam el sarcasmo impone la sonrisa de saber que Batman no era la antítesis de Superman. Su espejo negro se llama Black Adam, él es quien abrirá nuevos títulos. El de ahora, bate récords y el público que acude en los días de estreno aplaude y jalea a Black Adam, especialmente cuando queda abierta la posibilidad de que Superman y él tengan ese encuentro ¿necesario? aunque nunca definitivo.

Agatha a tope: Mira cómo corren (See How They Run )

Dirección: Tom George. Guión: Mark Chappell. Intérpretes: Saoirse Ronan, Sam Rockwell, Adrien Brody, Ruth Wilson, David Oyelowo y Harris Dickinson. País: EEUU 2022. Duración: 98 minutos. 

Referencia indiscutible de las novelas de misterio y asesinatos, dama del suspense y emperatriz del Whodoit, Agatha Christie y su legado narrativo permanecen en la cumbre. El cine no se cansa de revolver en su amplia producción y el público jamás le da la espalda. Todavía reciente el estreno de la última incursión de Kenneth Branagh, Muerte en el Nilo, director también de Asesinato en el Orient Express, se estrena esta recreación sobre su universo. Estamos en una de esas incursiones de teatro en la pantalla con sobreentendidos, guiños y citas para Christiefilos que no se cansan de girar una y otra vez a lomos de sus relatos.

Mark Chappell, guionista de Mira cómo corren, parte de una hipótesis probable; la filmación de La ratonera, la celebérrima pieza teatral que desde 1952 se representó ininterrumpidamente en Londres hasta que, el 16 de marzo de 2020, el Covid 19 impuso un final inesperado.

Lo mejor de esta ficción libre que parece escrita por un fan de Agatha Christie para ser disfrutada por otakus de la autora de Diez negritos, descansa en la idea de partida y en su pareja protagonista.

Si Saoirse Ronan puede hacer lo que quiera, Sam Rockwell hace lo que le de la gana. Esa suficiencia de partida, esa seguridad de que había material de éxito y un reparto brillante, hace que el director, Tom George, dirija sin intensidad ni brío.

Si Brannagh, un experto en Shakespeare se acerca a la recreación de las piezas más conocidas de Christie con demasiado cartón piedra y ninguna capacidad de innovación, Tom George hace lo mismo. De peor a mejor, a Mira cómo corren le ayuda y le aniquila el humor; ese tono de sátira culpable de pereza argumental y víctima de cierta desidia.

La acumulación de citas y huellas que evocan en el buen conocedor del universo de Agatha Christie motivos de complacencia, no suplen la falta de vitalidad de una recreación carente de ese punto de intriga y tensión que la pieza necesita. Sin eso, todo transcurre como una exaltación autocomplaciente y complacida, donde lo mejor se entrevé en la posibilidad de que el dúo Rockwell-Ronan regrese pronto para pelear por una pieza mayor.

Plumas de metal: Un año, una noche

Dirección: Isaki Lacuesta. Guión: Isa Campo, Isaki Lacuesta y Fran Araújo. Libro: Ramón González. Intérpretes: Nahuel Pérez Biscayart, Noémie Merlant, Quim Gutiérrez, Alba Guilera, Natalia de Molina y C. Tangana. País: España. 2022. Duración: 120 minutos 

El 13 de noviembre de 2015, noventa personas morían asesinadas en Bataclan, París, durante el concierto de Eagles of Death Metal. Entre los supervivientes estaba Ramón González quien conjuró el trauma y el shock de lo vivido escribiendo Paz, amor y Death metal, una crónica a bocajarro sobre la horrible sensación sufrida durante el ataque terrorista. A partir de esa novela autobiográfica, Isaki Lacuesta recrea, a su manera, las heridas y quebrantos de un luctuoso hecho sobre el que sobrevuela el impacto emocional de quien sabe del horror, aunque ahora lo rememore como un sueño.

Lacuesta, uno de los directores españoles más imprevisibles y polivalentes, cuyo cine se mueve en registros e intereses que no dudan en correr riesgos, se afana en esta recreación que hurga en los vacíos y quiebros emocionales de sus principales protagonistas pasivos.

Que las obras de Isaki pertenezcan a formas e incluso géneros dispares no quiere decir que el gerundense no se implique con sus obras. El cine de Lacuesta, da igual que recorra los vacíos gaditanos de cante hondo y turistas orientales o que se pegue a la piel de Miquel Barceló, siempre sabe de él. No hay obra en la que no se implique; su aliento habita incluso en la fallida Murieron por encima de sus posibilidades.

En el París que vivió el infierno del Bataclán, Lacuesta no trata de indagar en las cuestiones políticas, religiosas o ni siquiera terroristas. Su tratamiento, con la guía del citado libro de Ramón González, bucea en los fantasmas y en las ausencias con olor de pólvora y sangre. Hurga en el quejido del trauma y en la necesidad de nombrar al monstruo para verbalizar a la cosa para poder desprenderse de su influjo.

Esa manera que aquí asume, ese abrir la puerta al recuerdo del dolor, puede parecer hermanada con las sensibilidades y maneras de cineastas orientales como Hong Sang-soo o Apichatpong Weerasethakul. Entre ellos hay roces, reverberaciones y esas presencias-ausencias que tanto estremecen. Pero quien conozca bien el hacer de Isaki Lacuesta, sabe que aquí sigue fondeando aquel buceador dialéctico que en 2002 se perdía entre la verdad y el espejismo de Arthur Cravan, un poeta boxeador.