Verdugo de dios: Holy Spider (Araña sagrada)

Dirección: Ali Abbasi. Guión: Ali Abbasi y Afshin Kamran Bahrami. Intérpretes: Zar Amir-Ebrahimi, Mehdi Bajestani, Arash Ashtiani, Forouzan Jamshidnejad y Mesbah Taleb. País: Dinamarca. 2022 Duración: 117 minutos.

De bandera danesa pero aflicciones iraníes, Holy Spider parece adentrarse en parecido terreno al que dio a Bong Joon-ho su proyección internacional: Memories of Murder (2003). Como se recuerda, o como se puede rastrear, el director de Parásitos emitió señales inequívocas de su talento con un oscuro thriller al servicio de una idea esencial: la salud política y social de un país puede calibrarse a través del comportamiento de sus cuerpos policiales. En la Corea de Sur predemocrática en la que Joon-ho situaba su filme, 1986, un asesino en serie, llenaba de zozobra la provincia de Gyunggi sembrando el campo con cuerpos de mujeres descuartizadas.

Si en el filme del cineasta coreano, la policía de tan desastrada como violenta trataba de encontrar al psicópata, en el filme de Abbasi, ambientado en ese período oscuro entre el final de la guerra entre Irán e Irak y el atentado del World Trade Center, ni siquiera lo intenta. Si la policía de la dictadura del país del Han, agresiva y torpe, inspiraba pena, la policía, el sistema judicial y la condición de la mujer en Irán, dan miedo.

Holy Spider, como Memories of Murder, crece a partir de unos hechos reales. Lo que se nos cuenta sucedió –más o menos– así. En este caso, un ex-combatiente, un mártir de Alá, asesinó a 16 prostitutas en la ciudad santa de Mashdad. Ese anclaje con lo real sirve para entender que el cine, por grotesco y brutal que trate de ser, no supera el horror cósmico de la vida cotidiana.

Abbasi nació en Teherán, pero creció en el cine en Dinamarca y Suecia. Su estilo sabe de la frialdad escandinava y bebe de las mismas fuentes en las que toda una generación de escritores y cineastas del noir vikingo han palpado las esencias de lo execrable, del dolor y la crueldad. Ali Abbasi se mueve en la distancia, en la contención. Su Border (2018), inolvidable incursión en las leyendas eslavas, se cuestionaba por el/lo human(ism)o para intuir que se trata de un ideal en retirada. Otro tanto acontece con Shelley, un relato sobre el instinto maternal al que se le ven parentescos con el Polanski más epifánico.

En Holy Spider, Abbasi deja su cuartel general en Copenhague para regresar a su país natal. Filma la tensión, siempre perceptible, como un augurio sin concretar, un escalofrío que, visto desde occidente, desconcierta porque se desconocen sus protocolos sociales y sus negociaciones tácitas en donde lo civil y lo religioso jamás presentan mugas claras. Su cámara retrata a los personajes como si escrutase la piel. Sus rostros adquieren un sentido trágico, parecen máscaras de carne tras cuyos brillos y manchas solo late la angustia y el temor. Son monstruos asustados de un terror que no tiene mirada.

En Border, lo monstruoso era una presencia animal, olfativa; en Holy Spider, su araña protagonista nos devuelve la paradoja que Bertrand Tavernier formulaba en Capitán Conan(1996), ¿Qué hacer con los héroes de guerra si cuando retorna la paz siguen sedientos de sangre?

La que se derrama en Holy Spider grita su indefensión. En El círculo, Panahi coreografiaba la espiral de culpabilidad de un género, el femenino, siempre convicto para misóginos embebidos por la fe de dios. En Holy Spider, Abbasi articula en dos partes un filme comprometido con mostrar una situación que hoy sigue cobrándose vidas desvalidas. La necesidad de evidenciar esa denuncia se enreda con el relato de un asesino que se cree enviado por Alá y bendecido por su Imán. A él se enfrenta una joven mujer periodista que sabe que su vida allí no vale más que la de las prostitutas asesinadas. Victimario y víctima se baten en un duelo ante el eco siniestro de las muestras de empatía que levanta ese verdugo criminal.

Abbasi filma sin edulcorar los estrangulamientos. Las mujeres inmoladas exhalan su último suspiro sin filtro alguno, mirando a cámara. Pero lo que de verdad aterroriza es la simulación que el hijo del asesino hace de los crímenes heroicos de su papá. Un futuro que no perdona, una araña santa ensangrentada que no quiere cesar.

El poder del oro / Operación Fortune: El gran engaño

Dirección: Guy Ritchie. Guión: Ivan Atkinson, Marn Davies y Guy Ritchie. Intérpretes: Jason Statham, Aubrey Plaza, Josh Hartnett, Cary Elwes y Hugh Grant. País: EEUU 2022. Duración: 114 minutos. 

Con 54 años, ocho hijos, una vieja y dominada dislexia y dos “ex”, una de ellas Madonna, Guy Ritchie, si no está de vuelta, lo parece. Poseedor de un estilo febril, videoclipero de raza y ritmo anfetamínico, hace años que dirige para sí mismo; o sea hace lo que le da la gana. Con un inicio fulgurante –Lock, Stock (1998) y Snatch ( 2000)–, todo en Ritchie se ve revolucionado, como pasado de vueltas. Trece largometrajes después, Ritchie no ha bajado la tensión de su prosa. Basta con observar con atención los primeros minutos de Operación Fortune para comprender que muy pocos directores poseen tanta energía visual. 

En su filme anterior, Despierta la furia, volvió a colaborar con Jason Statham, el actor con el que hizo sus dos primeras películas, en un gesto de retorno a su juventud. Aquí, repite otra vez con Statham y hace de Hugh Grant su principal antagonista. Con ello, Ritchie se reitera en las señas de identidad de un cine de evasión, escópico y sin aparentes pretensiones. Fuegos artificiales para deslumbrar.

Escapismo extremo para un argumento que mezcla referentes canónicos del thriller –desde Misión imposible a 007– y que incluye, claro está, los referentes autogenerados por el propio Ritchie en sus versiones de Sherlock Holmes o en su reescritura del viejo agente de C.I.P.O.L. (Operación U.N.C.L.E.). 

Y como acontece con los mimbres que Ritchie utiliza generalmente, en este cine comercial, bajo su inofensiva banalidad, se cultivan algunas parábolas premonitorias sobre la geopolítica y los intereses del neocapital. Así, en El gran engaño, un famoso actor, calco de Tom Cruise, se ve mezclado con un grupo de agentes en la misión de desmantelar una operación que trata de hundir el sistema del imperio digito-virtual. Ucranianos desalmados, turcos sin patria y biotecnócratas enriquecidos, asumen el papel del enemigo para mezclar humor con acción, lujo con estupidez, y frescura con anorexia argumental. 

Pura apología obscena del dinero que no duda en redimir al canalla, interpretado con flema y riqueza por Grant, y que nos recuerda cómo se pudre la Gran Bretaña del Brexit.

Volver a empezar: El despertar de María (Maria rëve)

Dirección y guión: Lauriane Escaffre y Yvonnick Muller. Intérpretes: Karin Viard, Grégory Gadebois, Noée Abita y Catherine Salée. País: Francia. 2022. Duración: 93 minutos. 

Por diferentes causas, el cine comercial no sabe retratar el mundo del arte contemporáneo. Sus reflejos se llenan de viejos prejuicios o se refugian en chistes gruesos, gastados y/o de poca o ninguna gracia. Es más que probable que las dioptrías con las que algunos cineastas abordan esta cuestión estén tan mal calibradas como las de la mayor parte de quienes tanto desconfían de las artes plásticas de nuestro siglo. Así que, ante la propuesta de asistir a una comedia sobre una empleada de limpieza en un centro de producción de arte contemporáneo, solo cabía esperarse lo peor.

Sin embargo, co-escrito y co-dirigido por Lauriane Escaffre e Yvonnick Muller, El despertar de María pronto deja las propuestas artísticas como telón de fondo, para aplicarse en la última oportunidad de una aburrida madre de mediana edad, cuya hija ha volado del nido y cuyo marido se conserva entre telarañas y ninguna pasión. María, que debe buscar empleo porque la dueña de la casa en la que ha servido durante años acaba de fallecer, ve romperse su apacible y monótona existencia cuando comienza a trabajar en un centro de producción artística. Allí, los jóvenes residentes de paso, que durante meses desarrollan sus propuestas, en su convivencia con María le van descubriendo cosas y comportamientos que ella ignoraba.

 Por ejemplo, su propio cuerpo. Solicitada como modelo para posar desnuda, incentivada por la aparente locura y disparate en el que los jóvenes artistas gozan de su existencia, ayudada por un bedel coetáneo, también contagiado por el travieso espíritu de la heterodoxia, pronto el viejo microcosmos de María se desmorona. 

Con tonos amables y humor suave, sin evitar tópicos, como el que, en su primer día de trabajo, eche a la basura la pieza de un reconocido artista, Escaffre y Muller ahondan en lo que el título de su filme preludia. Todo gira pues, en torno a un despertar, el de María, algo que implica entrar en crisis y tomar una decisión radical que transformará su cotidianidad. 

Dos veteranos actores de comedia, Karin Viard y Grégory Gadebois, llevan el peso de un relato ligero y trivial. El universo artístico de los jóvenes becados adorna y señala el punto de fuga de una propuesta dirigida hacia un público de mediana edad y femenino, al que anima a sublevarse de la normalidad, abrazar lo imposible y no dejar pasar la posibilidad de volver a amar. l