Ciclo de la Euskadiko Orkestra

Intérpretes: Anna Gastinel, violonchelo. Karen Mark Chichón, dirección.

Programa: Postludium. Ice, de Andris Dzenitis (Riga 1978). Concierto para violonchelo y orquesta, de W. W. Korngold. Romeo y Julieta de Prokofiev.

Lugar: Baluarte. 9 de mayo de 2023. Casi lleno.

Un nuevo acierto de programación en el penúltimo concierto de la orquesta vasca: tres obras de estreno, prácticamente para todos, y que, sin embargo, fueron estupendamente aceptadas por el público. Bien es verdad que las de Dzenitis y Korngold, aun atendiendo a la estética del siglo pasado, no se adentran en disonancias incomprensibles, y la de Max Bruch, es de un zalamero y ferviente lirismo de finales del XIX. En cualquier caso, francamente impactantes las unas y bonita, la otra. Karel Mack Chichón, con una orquesta entregada, toda la velada, y la delicada violonchelista Anne Gastinel, hicieron, además, buenas versiones. Postludium. Ice del letón Dzenitis, fue estrenada por el propio Chichón, titular que fue de la Nacional de Letonia, y, aún en sus cortas dimensiones aúna el intimismo del argumento –el amor de madre–, y la grandeza del paisaje. Fue un formidable regulador creciente, y su correspondiente diminuendo, hasta la planicie infinita helada que se va perdiendo. Muy bien el público, que aguantó el silencio de los brazos en alto del director –también ocurrió con Bruch–. El Concierto para violonchelo de Korngold, es un concentrado musical del concierto convencional de solista y orquesta; muy bien tratado, por cierto, el violonchelo, que se pronuncia, en grandes tramos a solo, y que queda bien envuelto por los ecos de la potente orquesta cuando responde. Anne Gastinel lo aborda sin problemas, tanto en el virtuosismo extremo, como en el arco largo y tenido, porque el concierto tiene todo lo que deseamos escuchar al humano instrumento. Gastinel se dio un baño de sentimentalismo en la propina –curiosamente casi más larga que el concierto–, con la obra de Max Bruch: Kol Nidre, un adagio basado en la canción judía, sobre la que, también compusieron, entre otros, Shönberg (nada que ver con Bruch), y Prokoviev en su Obertura sobre temas hebreos. Así que no estuvo mal traída la propia, porque la segunda parte la ocupó el grandísimo compositor ruso. Gastinel envolvió a público en un sonido redondo, grande, hermoso y tranquilo, como de profunda oración. Algo así como La muerte del cisne de Saint Saens, y que gustó.

La versión de Romeo y Julieta de Prokofiev fue impresionante. Un acierto entreverar la suite número y la dos, para completar y seguir mejor el argumento; así la narración además de escucharse, por lo menos los aficionados al ballet, también la visualizamos. Otro acierto, el carácter sinfónico –con una orquesta espléndida en calidad y cantidad– que se imprime al ballet, con la aceleración –discreta, claro–, de algún tempo, con respecto a otras versiones, y los detalles magníficos de insistir hasta el desasosiego en la cuerda grave, cuando subraya la tragedia, en la velocidad de la cuerda aguda, que sale airosa, en la tormentosa percusión, cuando proclama la muerte, y en la salida de solistas –saxofón o contrafagot, por ejemplo– que no se suelen escuchar. Fuerte ovación final para los músicos y para la partitura, por la originalidad del lenguaje y la negativa de Prokofiev a seguir las directrices políticas, lo que le creó reticencias y dificultades, hasta el punto de tener que estrenarse fuera de Rusia. A punto de ser “cancelado”, vamos. Y aún hay gente que habla de cancelación.