En una escena de La isla roja, el protagonista, un niño de ocho años, conoce a Santa Claus en el hangar de un avión. Cuando se encuentra sobre sus piernas esperando a que le dé su regalo, se gira y comprueba cómo un militar con capucha le alcanza uno de los obsequios. Esta experiencia, que la vivió en la vida real el director del filme, Robin Campillo, sirve como analogía de la Madagascar de los años 70, “un paraíso” que en realidad escondía “una violencia oculta” sobre el pueblo malgache, y que el cineasta francés traslada a la pantalla a partir de su propia infancia.

“De niño, viví en una base militar en Madagascar y era como estar en un cuento de hadas, aunque, en realidad, detrás estaba el ejército”, contó ayer Campillo en Donostia, donde compite por primera vez por la Concha de Oro. En la ficción, el realizador galo transmite su experiencia a través de los ojos de Thomas, un niño muy influenciado por los relatos infantiles de Fantomette y que vive allí con sus padres. “Tiene una fantasía de lo que es Francia a través de los libros, porque no la conoce. Se ha criado fuera”, señaló el director, que nació en Marruecos y vivió en Argelia antes de que trasladaran a su padre, militar, a la isla africana.

La imagen que tiene el menor del país, y que el cineasta trata de transmitir en la pantalla, es la de un paraíso, con playas preciosas, comidas familiares bajo el sol, buen tiempo y una convivencia pacífica entre los nativos y los extranjeros. No obstante, detrás existe “una violencia oculta”. “Hay cierto suspense, pero nunca se ve nada de forma clara. La violencia está sobre el pueblo de Madagascar, lo que no quiere decir que también la haya en la familia del niño”, aseguró Campillo, que se alzó con el Gran Premio del Jurado de Cannes con su anterior trabajo, 120 pulsaciones por minuto.

Esta opresión estalla en la última parte del largometraje, cuando el cineasta, en una decisión que no termina de funcionar, cambia de rumbo y da el protagonismo al pueblo malgache, secundario en los primeros 90 minutos de metraje. “Quería mostrar la crueldad del colonialismo. Los espectadores se sienten unidos a la familia y sólo al final se pasa más allá del telón. No buscaba una igualdad de tiempo, sino de la intensidad de la denuncia”, justificó el cineasta.

QUIM GUTIÉRREZ EN FRANCÉS

El actor Quim Gutiérrez y la actriz Nadia Tereszkiewicz son los encargados de dar vida a los padres del joven. Ambos, tal y como explicaron, llegaron a la producción a través de un casting, aunque Gutiérrez mantuvo previamente una conversación con el cineasta. “Hablamos del personaje y me gustó la capacidad que tenía de que, a pesar de mostrar su masculinidad a base de la fuerza, de una manera muy común en la época, era capaz de ser cariñoso con sus hijos y su mujer”, aseguró el intérprete, que reconoció que es un sueño dar con roles de este tipo.

A pesar de ello, el actor confesó que el inicio del rodaje no fue nada sencillo en un idioma, el francés, que no domina. “Empezamos con la escena inicial –una comida familiar– en la que era importante más que decir las frases bien, tener la capacidad para improvisar con solvencia y carisma”, apuntó.

Su compañera, Tereszkiewicz, por su parte, destacó el trabajo realizado en los ensayos previos antes de rodar. Aun así, se mostró sorprendida por el resultado final, ya que no tenía en mente que el espectador conocería la historia únicamente desde el punto de vista del niño. “Nosotros no éramos conscientes de eso mientras grabábamos. Cada uno estábamos centrados en conocer a nuestro personaje y no te das cuenta del espacio que ocupas en la película”, observó.

Precisamente, esta decisión de limitar la historia a la visión del menor, lo que lleva a momentos que no se terminan de entender, es otro de los puntos más débiles del filme. Algo que Campillo tampoco cree. “Para mí no supone un problema. La película es borrosa porque así es la memoria. Una persona puede seguir a otra a través del niño”, volvió a justificar. l