El segundo concierto del ciclo de cámara del Gayarre presentó un quinteto de cuerda con clarinete; pero el programa fue eminentemente operístico. Cada instrumento, como un verdadero divo de ópera, cantó su aria correspondiente, incluido el clarinete, porque el quinteto para clarinete de C. M. von Weber, como bien indica Mar García en las notas al programa, está influido por el estilo cantábile de la ópera de comienzos del siglo romántico, anunciando el triunfo melódico del Bel Canto. Fue, además, (casi), un concierto de propinas, pensado para agradar al público, desde luego, pero, también, para llevarnos a esos salones de los tiempos de Sarasate, donde, con un virtuosismo rayano en lo imposible, se interpretaba lo más conocido de la ópera y otras músicas de moda. En los atriles, el quinteto de cuerda, con el atractivo marchamo de la Filarmónica de Berlín, y su invitado: el célebre clarinetista Tamarit. Alta calidad de los intérpretes, claro, pero con obras complejas (algunas) al transcribirlas a instrumentos ajenos a su composición original. Comenzó la velada con la voz de la viola solista en el Andante y Rondó húngaro de Weber, un bello divertimento con una parte muy cantábile que le va muy bien al instrumento; y otra virtuosística, más complicada. Es cuando la viola quiere ser violín, y parece no llegar a todo lo que pretende. Fue una interpretación, digamos, un ochenta por ciento navegable en ajuste de notas y afinación.

A estas alturas no vamos a descubrir que, para Tamarit, el clarinete no tiene secretos. Weber y él se conocen tan bien que ambos consiguen sacar al instrumento el tan característico sonido a madera en toda su escala, sin agudos puntiagudos, y con graves cavernosos y humanos. El canto sosegado en el adagio, alimentado por un fiato (control del aire) dominado a su antojo; y el virtuosismo limpio de la digitación vertiginosa redondearon su actuación, bien acompañado por la cuerda.

La obertura de las Bodas de Fígaro de Mozart, que abría la segunda parte, en el cuarteto berlinés, fue rotunda, sonó como una orquesta, con garbo y muy bien acentuada; llena de energía, en perfecta sintonía de cuarteto. De nuevo Weber, con un dúo violín (segundo) y viola del Cazador Furtivo. Es un orgánico que resulta algo opaco de sonido, pero bien ejecutado.

Bottesini es el compositor que saca al contrabajo al proscenio de solista. Aquí le confía, temerariamente, nada menos que las agilidades del La Lucia de Lammermoor de Donizetti. Se agradece escuchar y disfrutar del sonido más grave de la cuerda, pero al subir la digitación al puente y enfrentarse con los virtuosísticos agudos, no siempre se acierta. Es igual, se le perdona alguna desavenencia.

Impecable el solo del violonchelo, con el bello acompañamiento del resto de la cuerda, del aria de Lenski del Onegin de Tchaikovsky; y es que chelo es, sin duda, el mejor barítono.

Y, desde luego, deslumbrante el violín de Coelho en la fantasía Carmen de Sarasate. Se agradece, de verdad, que se interprete a nuestro inmortal músico, pocos lo hacen, por razones obvias de dificultad, claro. Fue una lección de afinación y técnica, pero, también, de elegancia y temple. A los entusiastas aplausos del público respondieron con dos propinas (estas fuera de programa) de J. Strauss: la pizzicato polka y la polka rápida. Perfectos, nada que envidiar a una orquesta grande.