Donostia cuesta sacarle una pega, una verruga que afee su rostro impoluto en las primeras líneas de playa y también en sus barrios colindantes: Parte Vieja, Centro, Antiguo, Gros, Amara Viejo, Ategorrieta y Aiete. La belleza natural y arquitectónica de los alrededores de sus arenales es indiscutible. Si no es una bahía perfecta diseñada con escuadra y cartabón (el famoso marco incomparable), son los montes (Ulia, Urgull, Igeldo) que custodian la orilla urbana de punta a punta. Si no son las casas afrancesadas que le confieren un estilo sofisticado a este lado de la muga, son sus figuras racionalistas, desde el Náutico hasta el edificio de la Equitativa de Gros.

Y si no, la isla santa Clara, destino más o menos frecuentado de la bahía. En su viejo faro abandonado han colocado una escultura de Cristina Iglesias con alabanzas de unos y protestas de otros, por el supuesto efecto llamada del turismo y la intromisión ecológica. Nada fuera de lo habitual: son las típicas discusiones de una ciudad cosida por su equipo de fútbol y el llamado donostiarrismo, el nacionalismo localista que practican sus habitantes. La turistificación de la última década ha borrado del mapa muchos de sus viejos establecimientos y edificios con solera. La Parte Vieja mantiene contra viento y marea el encanto de lo antiguo y cierto sabor marinero: sus vecinos sienten el puerto como suyo, se bañan y extienden las toallas en la rampa del Aquarium, ensanchando así los límites de un barrio que vive bordeando el agua. Siempre y cuando el Ayuntamiento no se entromete, la piscina salada que rodea al Aquarium en la zona del muelle lo disfruta todo el que quiera. Un lujo.

Las cosas como son: el ‘savoir faire’ de la marca Donostia engatusa a los visitantes que recorren el río Urumea, merodean las calles del centro y terminan asomándose a las playas de la Concha y la Zurriola. La belleza del paisaje y la cacareada gastronomía tapan carencias, mantienen intacto el magnetismo. Incluso, una torre inexplicable como Atotxa, el techo de una pequeña ciudad que no llega a los 200.000 habitantes, se ha ganado el cariño de la gente. Denostada hasta no hace tanto, el rascacielos aparece en portadas de discos de grupos indies (Kokoshca) y su empinado perfil gris, entre industrial y soviético, antigua tribuna clandestina del viejo campo de fútbol, son cada vez más frecuentes en los stories de Instagram. Se podría hablar aquí de la carestía de la vivienda, de los precios abusivos de todo y para todo, del problema acuciante con el patrimonio histórico, de las distintas velocidades entre el este pobre y el oeste rico, de la pesadez de la lluvia... Son muchas cosas que a primera a vista no se ven y acaban empañando el conjunto, pero este artículo tiene otro propósito: destacar lo bueno, incidir sobre sus virtudes y, si acaso, tapar los defectos de una Donostia-San Sebastián pletórica. Más aún en primavera.

Adelantándose unas semanas a la nueva estación, un escuadrón de narcisos amarillos floreció a finales de febrero en el paseo de Francia, junto al río Urumea, y se unieron así al festivo color de los carnavales. La alfombra floral es impresionante. Rara es la persona que no se detiene a admirar el inmenso manto amarillo y no inmortaliza el paisaje con una fotografía. Es el último motivo de orgullo de los donostiarras. En octubre, el ayuntamiento mandó plantar 130.000 bulbos de estas flores. Las palabras de la concejala socialista Marisol Garmendia se han cumplido. “Esperamos que sea del gusto de la ciudadanía y que este enclave tenga una imagen colorista y más agradable para el paseo”, dijo Garmendia al inicio del proceso de aclimatación del terreno, a finales de 2021.

En un extremo de la Parte Vieja, a la altura de las escaleras de la calle Mari donde antes había un Loreak Mendian, han levantado un exclusivo hotel boutique. El cambio de negocio retrata el signo de los tiempos, pero el mar sigue tan azul como en un cuadro de Jesús Mari Lazcano. En la esquina sobrevive el longevo bar Akerbeltz, reconvertido en su última etapa como lugar de peregrinaje cervecero y musical: cervezas artesanales, rock, indie, música negra... Imanol Basterra, miembro del colectivo de djs Reggae got soul, es su alma máter y cumple 10 años al frente de un negocio que ha aguantado el chaparrón de la pandemia. Desde su privilegiada terraza hasta lo alto del monte Urgull no se debería tardar más de veinte minutos a pie. Las distracciones hasta llegar al destino del paseo, otra terraza con soberbias vistas sobre el mar, son muchas.

El castillo de la Mota que corona la cumbre pertenece al siglo XII. Cuesta arriba, los ojos se quedarán petrificados ante una mansa bahía que parece abrazar la ciudad. El primer mirador está a la altura de la Batería de las damas; el nombre de los cañones del viejo periodo militar está relacionado con los escarceos amorosos entre las mujeres -que a priori iban a la fuente a por agua- y los soldados. Faltan 10 minutos de subida más. Ya. Ahí está. Aparece como de la nada la terraza del polvorín, que abre los meses de primavera, verano y otoño y solo cuando no llueve. Sirven bebidas y algo de picoteo. Si el tiempo acompaña, los fines de semana organizan pequeños conciertos, jam sessions o djs pinchando lo que estimen oportuno: músicas del mundo, reggae, electrónica, rock... Inar se juntó en 2017 con varios amigos de su cuadrilla (Ximon, Unai, Ander y Mañel) y se presentaron al concurso público abierto por el ayuntamiento. Probaron suerte. Y obtuvieron la licencia de apertura. Desde entonces trabajan en este idílico espacio que en los días suaves y secos se ha convertido en el plan con mayúsculas.

De todos los pintxos con galones hay varios que no se citan por pudor, por considerarlo de una liga inferior o por simple postureo. El caso es que la gilda (aceituna, piparra y anchoa ensartada en un palillo), asociada ya para siempre a la conocida película de Rita Hayworth, está buenísima. Dicen que se inventó en la tradicional taberna Casa Vallés de Reyes Católicos y, ahí sigue, como una de las estrellas de su barra de pintxos y raciones de toda la vida. La gilda está por todas partes, en realidad. La de la Bodega Donostiarra es un puntazo: ya no solo por su nombre, apodado Indurain por las cinco piparras del palillo en honor a las victorias del ciclista navarro en el Tour de Francia, sino porque lleva anchoa de Getaria y el platillo se completa con un hermoso taco de bonito escabechado en la base. Gilda deluxe.

La txaka es un manjar barato. Hace siglos que no se elabora con la carne desmenuzada de un cangrejo, sino que el simulacro se logra con surimi bañado de mayonesa sobre una rodaja de pan. Y oye, funciona de maravilla. Hay quien le pone una gamba encima o quien le añade huevo cocido o lechuga picada; las variantes de uno de los pintxos más donostiarras y, a menudo, más denostados por los guardianes del sibaritismo, ya convencen a todo el mundo. Es el equivalente de la cocina en miniatura de la torre de Atotxa, que con el tiempo ha dejado de tener legión de haters.

Vamos con la tortilla de patata, el as de oros de los pintxos clásicos. Aquí y en Tomelloso. Sorprende la excelencia que en los últimos años se ha logrado con las raciones de tortilla en San Sebastián. Ya no solo se mencionan los clásicos nombres donde la siguen preparando con mimo (Néstor, Zabaleta); el abanico se ha ampliado tanto que en la cuenta de Instagram @tortillologia se han visto obligados a recopilar una selección de suculentas tortillas, normalmente doradas por fuera y sueltas por dentro, “aunque alguna algo más cuajadilla se cuele por méritos propios”. En su clasificación aparecen muy arriba las del bar Antonio, Ezkurra, el Drop, Cortazar, Biarritz, Maun Grill, Izarraitz... La lista es casi infinita.

Al margen de los grandes festivales veraniegos (Jazzaldia, Quincena Musical, Zinemaldia), el resto del año la actividad cultural es rica en cantidad y calidad. A la apuesta institucional a través de la extensa red de casas de cultura se le suma una oferta cinéfila muy por encima de las urbes de su tamaño. Junto a las salas de cines de la empresa SADE (Príncipe, Trueba, Antiguo Berri) la programación se completa con Tabakalera, que aglutina toda+ la actividad de la Filmoteca Vasca, el ciclo anual Nosferatu y las sesiones programadas por el propio centro internacional de arte contemporáneo de Egia. Se proyecta de todo en Tabakalera, pero por lo general hay mucho cine alternativo, películas de autor antiguas y contemporáneas destinadas a un público exigente y no iniciado.

La pandemia ha acelerado la extinción de bares y clubs musicales con personalidad propia y criterio. Ha sido una sangría, sobre todo en el sector del rock, que ya andaba renqueante antes de la embestida coronavírica. Se han quedado en el camino algunos de los bares más queridos por la parroquia rockera/indie: Eiger, Ilargi o el bar Cohete han dejado huérfana a una parte de la ciudad que ve cómo la oferta musical se estrecha o se circunscribe al poderoso sector público. El Kursaal y el Teatro Victoria Eugenia han recuperado el pulso y han vuelto a los tiempos de 2019 con actuaciones estelares en abril (Rufus Wainwright) y que ya han dejado su huella los meses pasados, caso de The Divine Comedy o del cantautor José González.

Por su parte, Mogambo, a las afueras, continúa con su senda minoritaria, anticomercial y de espíritu punk. En el barrio de Egia quedan en pie dos templos que se encuentran a apenas cinco minutos de distancia: uno más reciente y que absorbe las nuevas tendencias (Dabadaba) y otros más veterano, rockero y a la vieja usanza (Le Bukowski).

“Aquí en Donosti

he tocado tres años en la Tamborrada

y es toda una experiencia”

“Vivir en Donosti era nuestro sueño

de toda la vida así que nos compramos un pisito aquí ”