La segunda estación de la trilogía de grandes retablos navarros del siglo XVI nos lleva hasta la villa de Fitero también enunciada y conocida como Puerta del Císter y Villa de los Baños. La partida de este tríptico se inició hace unos días en el retablo romanista de la Catedral de Pamplona, que luce desde hace seis décadas en la también pamplonesa iglesia parroquial de San Miguel. La terna la abrochará otra gran referencia patrimonial de Navarra: El retablo de la Santa María de Tafalla.
Gustavo Adolfo Bécquer tuvo que conocer esta belleza fiterana y seguro que escrutó su belleza, aunque su pluma tiraba más a lo literato de la poesía y otras rimas y leyendas, como la también fiterana Cueva de la Mora. Seguro que el estudioso fiterano Manuel Garcia Sesma y Ricardo Fernández Gracia, lo contarían y cantaría mucho mejor que el menda.
No obstante, el ilustre poeta sevillano, que buscó amansar sus achaques en las archifamosas aguas caldas fiteranas, y el halo espiritual de siglos de estas tierras, hubiera estado a la altura describiendo esta obra de arte que hoy nos ocupa.
El monasterio cisterciense de Fitero, que inició a erigirse en 1175, fue fundado por San Bernardo y es el primero de esta trascendental orden religiosa en España. Su primer abad fue San Raimundo, a su vez fundador de la Orden de Calatrava y, a la postre, patrono de esta villa navarra.
El Monasterio y Fitero fueron motivo de enconadas disputas entre reinos y obispos. El codiciado conjunto era un hito, un mojón, un cruce de caminos e intereses. Un hito, un fito, un Fitero. De forma definitiva pasó a pertenecer a los reyes navarros 1373, durante el reinado de Carlos II de Navarra.
Lo principal de su colosal arquitectura románica y protogótica se resume en una traza de planta de cruz latina con tres naves, la central más amplia, de seis tramos cada una, más amplio crucero de siete tramos y cabecera con girola en los que se abren cinco capillas radiales de planta semicircular. La simbiosis entre grandiosidad y austeridad le confieren al espacio un carácter que invade los sentidos y lo hace inolvidable. La guinda de esta gran joya del patrimonio de los fiteranos y navarros son sus ábsides. Volúmenes que, sobre todo por su parte exterior, se recrean con juegos de imperfectos, pero embelesadores volúmenes y ritmos. Se trata de una de las grandes, por no decir la mejor, cabeceras cistercienses de la arquitectura medieval española.
En el presbiterio, como si de un enorme foco de luz se tratara, el enorme espacio está enfocado por un gran retablo manierista que data de entre 1583 y 1590, año en que consta que sus mazonerías y esculturas fueron pintadas y doradas.
En este gran escenario se reparten obras y gestos de exquisito gusto. Sus motivos decorativos que cubren los frisos y las pilastras con grutescos y los óvalos de los pedestales de las grandes columnas, le confieren al retablo una fina pero concluyente armonía. La calle central está reservada a la escultura con la Asunción, muy típica de esta época que va despidiendo el Renacimiento hacía los albores del XVII y el Barroco. De entre el conjunto destaca el altorrelieve de la Coronación de la Virgen y el Calvario. Otras amplias superficies de calles y pisos están ocupadas por tablas pintadas: tablas flamencas de Roland de Mois y de Felices de Cáceres con fastuosas figuras inspiradas en modelos italianos que habían sido la moda imperante durante gran parte de ese siglo XVI. La Epifanía es una composición estupenda por su gran formato y calidad de manufactura. También están representados San Juan Bautista y San Juan Evangelista. En el banco se lucen unas tablas con las majestuosas figuras en contrapposto de San Pedro y San Pablo, bajo veneras figuradas en las puertas que comunican con el espacio posterior al altar.
El proyecto general de este retablo fue de Diego Sánchez que ideó una estructura sin decoración, más que la puramente arquitectónica, con órdenes gigante (dos grandes columnas).
Además de luz que da esplendor a esta fábrica colosal, este retablo consigue inferir a los sentidos un suave movimiento a través de sus representaciones.