Cuando buscaba paz, y tenía algo sobre lo que reflexionar me acercaba hasta Aniz. A veces pensaba si mi auto era capaz de reconocer mi estado de ánimo. Sin darme cuenta, ya estaba sentado en la ermita de Aniz, mirando por encima del ocre y dorado de las viñas en otoño, esa colina arracimada de casas. Lo único que somos es memoria moldeable, idílica y selectiva. Y al final te quedas con lo bonito, con lo que te paró los pulsos, con tu momento vital, con el lugar y con el paisaje.
Hoy, y haciéndole un cambalache a mi Gordito de los Torreznos, me he parado sobre la vertical de esas casas con colina. Mª Luisa se ha metido en su caparazón en cuanto ha visto que echaba mano del bourbon. No aguanta cuando me pongo bucólico.
Le debía una a Zirauki, le debía una a Aniz y me debía una a mí. Sí se la debía, y después de las tristes noticias que me han ido llegando, creo que es el momento de intentar devolverla. Enfoco los objetivos, máxima potencia y máxima resolución. San Román parece que me quiere pinchar con su torre, la Calzada Romana sigue llena de adoquines, todavía no han nivelado sus calles y hay que almorzar bien para llegar hasta la plaza desde la bodega. Eso sí, merece la pena. Medieval, como si estuviera esperando que vinieran a rodar aquí Juego de Tronos. Recogida, sobria y sencilla; el embrión de la belleza pura. El zaguán del ayuntamiento, sus blasones, y sus añosas y nobles casas. ¿Para qué más? Esto es belleza. Creo que el benedictino Aymeric Picaud no guarda muy buen recuerdo del Puente Romano que atraviesa el Río Salado. Bueno, allá él, yo tampoco me creo todo lo que dice su Códice Calixtino. Una vez le pregunté a un buen amigo (quinto mío y orgulloso ziraukarra), que a ver que les daban de comer a las chicas de ese pueblo para que crecieran tan lozanas. El aire de San Cristóbal y el rosadico de nuestras viñas, me respondió. Gracias Aniz por todo lo que me diste.