LUZAIDE - En Luzaide/Valcarlos no hay ningún otro artesano que elabore rastrillos de madera como él. A sus casi 85 años, José Javier Jaurena es el único de la localidad que fabrica y vende lo que allí se conoce como arrastelia. Sin embargo, a causa de problemas de salud y viendo que han caído en desuso, ha decidido este año que ya no va a hacer más. “Cuando ves que la gente los usa, tienes más ilusión por hacer, pero para dejarlos amontonados, no merece la pena”, se lamenta.

Aunque llevaba toda su vida trabajando de albañil, cuando se jubiló a los 64 años se planteó retomar una afición que había mamado en su casa, en Arizkun. “Mi difunto padre era carpintero y algún hermano mío también era aficionado a hacer mangos de madera. Así que, al jubilarme, me entró la txirrinta y empecé a probar. Me parecía que valía la pena”, afirma. Pronto se hizo con unos cuantos rastrillos, guadañas y mangos de azada, usando las técnicas que había observado en su padre, y probó a venderlos en la feria de Valcarlos. “Aún recuerdo que el primer año vendí 34 rastrillos a las ventas. Antes se compraba mucho”, reconoce Jaurena.

Y es que la vida del pueblo se ha transformado a pasos agigantados. Al contrario que en la actualidad, en la mayoría de las casas había ganado y, por ende, era necesario hacer las hierbas en verano para asegurar el alimento para el invierno.

Guadañas, rastrillos, hoces... eran herramientas de labranza que se utilizaban para hacer la siega: “Antes la hierba se recogía con el rastrillo, ahora con las máquinas ya no se recoge la hierba que queda”, confiesa.

ÚNICOS EN VALCARLOS Con Jaurena, se termina una larga tradición dedicada a la elaboración de los arrasteliak, exclusivos de Valcarlos. Porque aunque haya artesanos en el norte de Navarra que hacen rastrillos de madera, su mango de avellano en forma de y en una sola pieza, los hace únicos. “Esta forma de hacer no he visto en ningún sitio más que en Valcarlos. En Baztan el mango se hace con un injerto, en dos piezas, pero a mi parecer no son tan fuertes como los de aquí”, destaca. Sin embargo, Jaurena reconoce que ya no es tan fácil encontrar mangos de este estilo, que miden unos 140 centímetros. “Ahora tienes que andar mucho para encontrar una pieza decente. Antes los orillos de los prados se cortaban cada dos años y encontrabas cantidad. Ahora igual llevan siete u ocho años sin cortar y se te hacen troncos demasiado grandes”, asevera.

El travesaño o buria, en cambio, es de madera de castaño, porque, según él, es más duradero y más rico para trabajar en seco. A lo largo de sus 70 centímetros, con una broca y el berbiquí antiguo hace unos orificios donde después incluye los hortzak (dientes), que suelen ser unos doce o catorce: “Los afilo con un formón, pero no conviene afilarlos muy bien porque si no se agarra al suelo”, expresa.

En cuestión de medio día, tras pasarle la lima y lija, ya suele tener el rastrillo terminado, listo para ser usado.

ADIÓS DEFINITIVO Desde que comenzó a participar en las ferias de fiestas y en la feria de mugas de Luzaide, Jaurena recuerda haber vendido también mangos de hacha y de azada, guadañas o los conocidos lehatxunes, unos artilugios hechos con dos palos y una cuerda que se usaban para transportar hierba. “Los lehatxunes ya no se utilizan, sólo he vendido algunos pequeños para los críos que usan de adorno y los mangos tampoco se venden casi porque la gente prefiere comprar toda la pieza en las ferreterías”, admite. Sin embargo, su producto estrella han sido los arrasteliak. Aunque en la última época ha bajado mucho la producción, confiesa que en su vida habrá elaborado más de 300 rastrillos de madera, de los cuales algunos conserva todavía en casa. “Me da mucha pena. Antes había 5 ó 6 artesanos que vendían, pero hoy sólo quedo yo en el pueblo. Conmigo se termina esta afición”, se lamenta. Y es que parece que Jaurena no encuentra a nadie que quiera continuar con este oficio. “Me hubiera gustado que hubiera un sucesor, porque tengo tantas herramientas de carpintería? La de veces que pienso a ver qué vida llevarán el día que falte yo. Ésa es la mayor pena que tengo”, expresa.

Sea como fuere, quienes tengan en su haber uno de estos rastrillos, ya pueden sentirse unos privilegiados de tener una pieza artesanal única de Luzaide y de ser partícipes de un legado que solo ahora se podría salvaguardar si algún nostálgico valorara y diera continuidad a esta tradición artesanal.