Un sol luciente y, de pronto, un cielo encapotado por la niebla. Esto es lo que se han encontrado muchos de los peregrinos que se han dirigido hacia Roncesvalles. La leyenda popular cuenta que esta romería es una de las más antiguas de Navarra; en concreto, se sabe que existe, como mínimo, desde el siglo XVI. Se trata, por tanto, de una tradición centenaria que se mantiene en el tiempo gracias a sus fieles que, con más o menos devoción religiosa, madrugan cada año para llevar a rastras las cruces del valle de Artze y Orotz-Betelu hasta la Real Colegiata de Roncesvalles.
A las seis de la mañana 15 valientes han salido de Uriz (a 18 kilómetros de Orreaga) vestidos con túnicas negras y con un recuerdo a los hombros, el de su pasado. Una hora después se han unido los peregrinos de Arrieta y Arce hasta que se han juntado en un cruce de carreteras. Desde entonces, y hasta que han llegado a Roncesvalles a las 10.30 horas, todos han ido cantando sus cánticos populares, típicos de cada pueblo.
El tiempo les ha acompañado durante toda la mañana, a pesar de que los últimos dos kilómetros hayan estado marcados por el cansancio y la niebla, que en muchas ocasiones dificulta la peregrinación. “Se me ha metido hasta en los huesos”, se ha quejado uno de los fieles. Esta situación meteorológica ha hecho que algunos se desanimaran, pero ha vuelto la alegría cuando han retomado las canciones y los ánimos: “venga, que ya no nos queda nada. Después de todo lo que hemos hecho, esto debería ser un suspirico”, ha dicho una señora a un grupo de chicas jóvenes.
Josetxo Ibarra fue uno de esos valientes que madrugó para portar la cruz desde Uriz. Cuando era un crío, heredó la tradición de su padre, que él había copiado del suyo. Y, al igual que ahora su hijo Eneko, de 7 años, portaba una cruz pequeña para imitar a sus predecesores con la intención de parecerse un poco a ellos. El relevo generacional está asegurado.
Una cruz pesa alrededor de 12 kilos, pero con cada pisada parece que el peso aumenta. Y todavía más después de remolcarla durante 18 kilómetros. “Él también ha llevado una, pero es mucho más liviana para que se vaya acostumbrando, ¿verdad, Eneko?”, le ha preguntado Josetxo a su hijo, que ha asentido con la cabeza apoyada en su penitencia y la mirada perdida entre la gente.
Por su parte, el pequeño anduvo alrededor de cinco kilómetros. Se ha encontrado a medio camino con su padre y terminaron juntos el camino, rodeado de cruces que eran algo más grandes que él. Por ahora, esta romería no significa más que pasar un buen rato con su padre, pero, con el tiempo, supondrá una forma de acercarse a su pasado, tal y como le ocurrió a su padre: “Nunca he tenido mucha fe en nada, pero siempre he creído en mi familia. Esto es lo que hicieron nuestros padres, abuelos, bisabuelos, etc. Todos aquellos que amamos nuestro pueblo y su pasado deberíamos intentar continuar con esta larga tradición”, ha animado Josetxo con orgullo.
Durante el acto en la Colegiata, en la que Bibiano Esparza, el prior de la Colegiata, ha dado la enhorabuena a todos los peregrinos por haber finalizado todas las etapas, Eneko miraba con curiosidad a la gente de su alrededor. De vez en cuando se ha puesto de puntillas para alargar su campo de visión. “¿Cuántas personas han venido?”, ha preguntado el niño. “Muchas; tantas como cruces en el suelo”, le ha indicado su padre, que lo abrazaba. Después, Eneko le ha dicho en bajito alguna cosa más a su padre, quien se reía, a pesar de que el evento exigiera solemnidad, y le ha acariciado la cara. Aunque las personas cambian, la imagen se repite: Eneko ha estado curioseando, tal y como una vez lo hizo Josetxo, mientras que él lo ha estado mirando exactamente igual que su padre. La tradición peregrina de padres a hijos.