Hola personas, en el momento que leáis estas líneas que siguen, un servidor estará en una cama del hospital, con un camisón de esos que vas enseñando el culo, ya que, por fin, y tras unos meses de penar, el viernes de esta semana, de buena mañana, en palabras de uno de los médicos que me ha atendido a lo largo de estos meses, fui pasado por las armas. Parece que el fin de mis males ya es una realidad.

Esta semana tengo más razones que nunca para montar un paseante con base histórica, tirando de textos que otros dejaron. El tema no es muy festivo, ni muy alegre, es más bien trágico y nos da qué pensar. Hoy vamos a pasear por el sórdido mundo de la delincuencia, vamos a ver como actuaban criminales y ladrones que tanto se daban por los caminos y montes, pueblos y ciudades de Navarra en tiempos no excesivamente pretéritos. Y veremos también los castigos que la justicia, implacable, inmisericorde, les imponía y cómo y quién los aplicaba.

Las fuentes de las que he bebido para sacar adelante el ERP de hoy han sido dos, evidentemente dos libros, uno Hermandad de la Paz y la Soledad, escrito por quien fuese su prior Ramón Reta Munárriz, autoedición de 2010, y el otro es la obra Bandidos y salteadores de caminos. Historias del bandolerismo navarro del siglo XIX de Fernando Videgain, autoedición Pamplona 1984. En él el autor nos cuenta las fechorías de bandidos y bandas que recorrían los caminos desvalijando a los viajeros y, en algunos casos, ante la más mínima resistencia, mandándolos al otro barrio sin pestañear, o recorrían pequeños pueblos y ventas donde sabían que no encontrarían resistencia ni autoridad y, bajo la amenaza de incendiar el caserío, conseguían que se les abriese la puerta y arramplaban con todo lo que podían.

Antes de entrar en materia vamos a hacer un ejercicio de empatía con la población rural de aquellos tiempos. Estamos acostumbrados a ver a nuestros antepasados en fotos que nos los muestran bastante parecidos a nosotros, pero es que esas fotos eran de gente medianamente pudientes ya que las fotos eran caras, no cualquiera tenía fotos de la familia por aquel entonces. Pero en vez de ver esas fotos, de personas más o menos pulidas, mirad las que hizo, por ejemplo, Roldan, recorriendo los pueblos de Navarra , o Galle, en reportajes que hizo de los pastores de la montaña y veréis que esas gentes de ambiente rural, gentes que no habían salido del pueblo en su vida, gente ruda, curtida, sin ningún lujo, con lo mínimo exigible para vivir y poco más, de tez oscura, con miles de surcos tallados en su piel, en ocasiones vestidos con harapos, analfabetos, sin ningún tipo de preparación para nada, sin ninguna posibilidad de progreso, eran gentes abocadas a nacer, mal pasar la vida y morir. La mayoría se conformaba, pero había otros que no, había quienes viendo cómo vivían los que tenían algo, pretendían alcanzar otro nivel y su única salida era echarse a los caminos trabuco en mano y asaltar a todo aquel que se dirigía, por ejemplo, de un lugar a otro a hacer una venta o, mejor aún, volvía de cobrar dicha venta. Esos datos se sabían y por más que los viajeros pagaban escoltas, de poco les valía porque se daban casos, como el de Velate por ejemplo, que luego veremos, en los que el escolta que garantizaba la seguridad del viajero era a su vez el jefe de la banda que lo iba a asaltar. Pero vayamos por partes.

La Hermandad de Paz y Caridad, hoy en día encargados del cuidado y porteo de la imagen de la Dolorosa, heredó la función que desde el siglo XVII venía ejerciendo la Cofradía de la Vera Cruz y esta función era la asistencia a los reos en sus momentos finales. Días antes del cumplimiento de la sentencia recorrían calles y casas pidiendo limosna para pagar los gastos que la ejecución acarreaba y, si sobraba algo, para ayudar a los deudos que el ajusticiado dejaba. Nos dice Reta que la población solía ser generosa y así en una ejecución podían llegar a recogerse 600 o 700 pesetas de la época y eso era un dineral. Otros hermanos acompañaban las 24 horas al reo y le colmaban de caprichos, comía lo que quería, bebía y fumaba buenos puros o invitaba al resto de los presos. Tras cumplirse la sentencia, los entunicados de la hermandad recogían al ajusticiado para darle sepultura en el convento de San Francisco, tras, al menos, tres horas de permanecer exhibido para escarnio público y siempre y cuando no hubiese orden expresa de dejarlo más tiempo, o de descuartizarlo, como podía dictar la sentencia. También era misión de la Hermandad sacar al ajusticiado del río a donde se le arrojaba metido en un tonel desde el molino de Biurdana, así mismo por orden judicial.

La sentencia ordenaba ajusticiar al preso con la horca o con el garrote, que podía ser, ordinario, noble o vil, y a esto podía añadir complementos así, por ejemplo, dice la sentencia que se aplicó al Pájara, y sus secuaces, auténtico terror de la Ribera:

“El 22 de diciembre de 1824 se dictó sentencia condenando a la horca a Marcuello a Chandarme y al Manco. El primero además deberá ser descuartizado y sus restos colocados en los caminos. Su cabeza se colocó en jaula sobre un poste el 14 de febrero (mañana viernes hará 201 años) en las cercanías de Mélida, en las Bardenas su pierna izquierda, y la derecha en jurisdicción de Muruarte de Reta, el brazo derecho en terreno de Pitillas y el izquierdo en el camino de Caparroso a Tudela. La sentencia se confirmó el 9 de febrero y tres días después tuvo lugar su ejecución en las horcas del prado de San Roque, aproximadamente donde hoy está la Policía Municipal. Fue verdugo el vecino de Pamplona Jose Belver”. Ya veis que no se andaban con chiquitas.

La figura del verdugo era perfectamente reconocible en la calle por su librea azul cielo y su gran sombrero blanco, vivía en una casa cedida por el ayuntamiento en la calle Tejería, llamada casa del Executor, hasta que llegó Jose Belver y protestó por lo insano que era el inmueble y pasó a la calle Descalzos. El puesto estaba mal visto, pero era muy apetecido. Te daba garantía de vida. El ayuntamiento le daba leña para todo el año, una librea y un sueldo que se incrementaba con las actuaciones propias de su oficio, la lista de honorarios era esta: Por ahorcar ocho reales, por azotar, doce tarjas, por degollar a un hombre o una mujer un ducado, por cortar orejas cuatro reales, por clavar la mano o la lengua medio florín, por arrastrar, ahorcar, hacer cuartos y ponerlos en caminos públicos diez libras.

Terrible.

Cierro aquí este primer capítulo y la semana que viene veremos algún caso y alguna sentencia ejemplarizante.

Continuará

Besos pa tos.

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