Estos días, los pueblos del Pirineo se han cubierto de capas de manto blanco que distan mucho de las nevadas que caían antaño. Los mayores y no tan mayores del lugar recuerdan cómo la nieve se acumulaba en los pueblos llegando hasta el metro y medio de espesor. Hoy en día, aunque la nieve provoque dificultades en la vida diaria de los habitantes de la Montaña, no son nada comparándolas con aquellos largos y duros inviernos que dejaban incomunicadas a las localidades con más altitud de Navarra.

Cuando Joaquina Lazcoz Urtasun (1940, Abaurrea Alta), oye decir que ha caído una gran nevada de 15 centímetros, sus pensamientos se trasladan a aquellas nevadas históricas vividas en la localidad más alta de Navarra. Su primer recuerdo de la nieve lo tiene con 6 años, cuando iniciaban el curso escolar. Entonces, la escuela de chicas estaba en la antigua casa de la abadía y para acceder a ella, había que subir una cuesta muy pronunciada. “Me acuerdo algún día de llevarme el papá a rechinchín a la escuela. Los soldados abrían camino con las palas y nevaba copiosamente, más de un metro. Luego caía de los tejados, y tenías que entrar a las casas abriendo una especie de túnel. Entonces no existían los quitanieves”, recuerda.

Fotografía de los años 50 en la que un grupo de hombres disfrutan de un día de fiesta y música en Abaurrea Alta.

Pero esa rampa también le evoca momentos de diversión. Joaquina retiene en la memoria cómo en su infancia se deslizaban “como rayos” con unas sillas pequeñas cuyos respaldos servían como trineos o también cómo apretaban fuertemente la nieve con el fin de conseguir que al día siguiente hubiera hielo. “Las katiuskas tenían unas suelas deslizantes, nos poníamos tiesas y nos deslizábamos por el hielo hasta abajo. Era una gozada”, rememora.

Y es que sus recuerdos con la nieve son “muy placenteros”. Cuenta que solían jugar a lanzarse bolas de nieve, “medio pueblo a un lado y medio pueblo al otro”, que siempre tenían las “rodillas moradas y las manos entumecidas”, pero que no pasaban frío porque todos llevaban calcetines de lana blancos que tejían sus madres. “Con las katiuskas no recuerdo haber pasado frío, y eso que íbamos con faldas”, confiesa.

Sin embargo, al llegar a casa, tenían que turnarse entre los ocho hermanos para poner los pies en el fuego. Y, después, a seguir jugando en el calor del hogar. “Nos entreteníamos mucho en el sabaiao (desván). En invierno oscurecía muy pronto y jugábamos a las cartas, hacíamos teatros y también manualidades”, aclara Joaquina.

Alumnos de la escuela de Abaurrea Alta en torno a los años 70.

COMPLICACIONES pesar de la belleza del paisaje blanco y de los recuerdos de niñez, también surgían complicaciones en la vida diaria. Con la nieve acumulada de los tejados, cuando caía era un obstáculo para poder transitar las calles. Así, recuerda una vez que llegaron a estar incomunicados hacia febrero del año 1956 durante 18 días. “No había coches de línea. Algunos ganaderos tenían sus bordas lejos y tenían que ir con peines (raquetas) pasando por ventisqueros de 4 ó 5 metros de altura. Si había alguna urgencia, se llevaba al enfermo hasta Aribe donde estaba el médico Valentín. Oí que alguna vez le llevaron a alguno con pihuelas, en una especie de camilla”, destaca.

Porque las urgencias médicas y los partos eran de lo más habitual en esa época. Joaquina recuerda cómo en su casa rezaban el rosario todos los días después de cenar y su padre rogaba “que esta noche no nos venga una mala enfermedad”. Por suerte, ninguno de su familia enfermó y además, el médico le enseñó a su madre unas nociones básicas para poner inyecciones y para asistir a los partos. “Vivíamos a puro valor”, reconoce.

Joaquina Lazcoz posa en Abaurregaina/Abaurrea Alta.

Ese mismo año, en 1956, Joaquina estudiaba en Pamplona y solía coger el autobús “La Aezkoana” cada fin de semana para trasladarse a su pueblo. Recuerda que llegó a la estación de autobuses y el chófer intentó retenerla. Pero Joaquina era muy obcecada y deseaba ir a su pueblo, así que partieron, con ella como única viajera a Abaurrea Alta. 3 kilómetros antes de llegar, el autobús no pudo continuar su trayecto y Joaquina tuvo que ir andando a Abaurrea Baja, a casa de unos amigos. Allí durmió y al día siguiente, le llevaron hasta su casa. “Yo tenía una emoción. Campo a través por la nieve con dos caballerías. Mi padre, al llegar, me riñó por haber molestado a los amigos”, dice.

Pero no sólo de adolescente se enfrentaba a la nieve. Un año le tocó hacer de maestra en Villanueva de Aezkoa y el autobús le dejaba abajo, teniendo que subir andando 3 kilómetros. “Llegaba con el flequillo blanco. No sé cómo me apañaba. Era una cabra, con unas piernas largas. No sé si era valor, temeridad o inconsciencia, pero me atrevía con todo”, dice entre risas.

De todos modos, antiguamente no tenían tanta información de las previsiones de nieve como tenemos ahora. “Entonces no teníamos telediarios. Cuando nuestro gato empezaba a dar brincos y se ponía como loco, la mamá nos decía que iba a nevar pronto. Y no tardaba, pronto se empezaban a oír las campanas de la iglesia que avisaban de la primera nevada”, añade la octogenaria.

Bernardo Larrey, en Aintzioa.

PAN DE CADA DÍA Desde el segundo pueblo más alto de Navarra, el vecino de Aintzioa Bernardo Larrey Vidaurreta, de 68 años, también recuerda lo copiosas que eran las nevadas antes y que el Gobierno de Navarra tardaba 3 ó 4 días en ir a abrirles el paso. Una de las que más ha retenido en su cabeza es la nevada de enero de 1978, ya que estuvieron varios días sin pan. “Tres hombres del pueblo tuvieron que bajar a Erro a por pan para la gente, con un caballo que les abría el camino y ellos en fila detrás”, rememora. Tampoco olvida la nevada de 1973, cuando falleció su abuelo, o la de enero de 1985, cuando se ofició un funeral y hubo serias dificultades para poder aparcar los coches.

Antes más era frecuente que se quedaran sin luz y cuando eso sucedía, a Bernardo le tocaba ir a revisar los postes de luz junto a José Villanueva, por si se habían caído o por si las ramas de los árboles estorbaban. Había un acuerdo con el pueblo vecino de Esnoz, mediante el cual los de Aintzioa se encargaban del tramo Aintzioa-Esnoz y los de Esnoz iban hasta Erro. “Casi siempre la avería era de Esnoz a Erro, rara vez en Aintzioa. Nos íbamos turnando abriendo camino y, a veces, la nieve nos llegaba a la cintura y nos cansábamos”, expresa.

Porque tirar de pala era esencial cualquier día de nieve para abrir los caminos y para poder salir de casa. En Aintzioa había que dar de comer al ganado y sacar a las ovejas al aska a beber agua y lo hacían con caballerías. “Qué bueno les sabía el pan duro cuando llevaban tantos días sin pan”, rememora. Por lo demás, recuerda que de pequeño se entretenían como podían, no había televisión, así que, además de rezar el rosario por la mañana y por la tarde, solían tirarse en la nieve con sacos de plástico. Se abrigaban con calcetines de lana, gorros y bufandas hechos por sus abuelas. “Nos tirábamos sin ropa de agua ni botas de borrego como las de ahora y llegábamos a casa mojados de arriba a abajo”, confiesa Bernardo.

Por suerte, en casa les esperaba el calor de las chimeneas de leña y también solían poner braseros debajo de las mesas camilla. “Pasábamos el calentador con las brasas del fogón por la cama antes de acostarnos”, concluye.

  • “Mi padre me llevaba a ‘rechinchín’ a la escuela. Había un metro de nieve” Vecina de Abaurregaina
  • “Cuando el gato brincaba y se ponía loco, mi madre decía que iba a nevar” Vecina de Abaurregaina
  • “Tres hombres del pueblo tuvieron que bajar a Erro a buscar pan para la gente” Vecino de Aintzioa
  • “Pasábamos el calentador con las brasas del fogón por la cama” Vecino de Aintzioa