n estos días de pandemia y de confinamiento, cuando los enfermos en Tudela superan los 130, hay que recordar otras situaciones similares que vivió la capital ribera, dado que la historia siempre es cíclica. Hay que remontarse a hace 135 años para ver una ciudad atemorizada por una epidemia de cólera que acabó con la vida de más de 200 vecinos y que afectó a más de 800 personas. La ciudad, insalubre, oscura, de calles estrechas y con los ríos abiertos era el escenario perfecto para que el virus se propagase a sus anchas. Su paso provocó cambios en la ciudad y en las costumbres.

Adela Grao era una joven que llegó a la estación de Tudela procedente de Zaragoza a mediados de julio de 1885 y se instaló en la casa de sus padres, Saturnino Grao y Leocadia Insausti. Esta familia poseía una hospedería en pleno centro de la capital ribera, en la calle Carnicerías y pese a que desde meses antes se fumigaba a los que llegaban en tren de otras localidades, de nada sirvió. Adela comenzó a tener vómitos y diarreas y el 23 de julio se convirtió en el primer fallecido reconocido por causa del cólera en Tudela. Tres días más tarde el ferroviario de Soria, Alejandro Domínguez, murió en el paseo del Castillo. El día 27 la muerta fue Lorenza Emparanza, vecina de los Grao, y el 29 de julio le siguieron cuatros esposas de militares que vivían en la casa cuartel de San Francisco (Sementales). Estas últimas eran autóctonas y no visitantes, como el resto, lo que demostraba que la ciudad estaba invadida. El médico Leoncio Bellido se dirigió al alcalde para comunicarle que habían “muerto de una enfermedad posiblemente contagiosa... relacionada con importantes problemas de higiene pública”.

La epidemia se declaró el 25 de julio y en sólo dos días (del 30 de julio al 1 de agosto) se pasó de 6 casos registrados a 45. En octubre, la cifra de fallecidos alcanzó los 258 (352 según las fuentes) y el de infectados 832; fue la localidad más afectada por la epidemia en toda Navarra donde se llevó la vida de 3.261 personas. De ellas, 1.682 en la Ribera. La declaración de la epidemia el 25 de julio hizo que se suspendieran las fiestas de Santa Ana, lo que originó protestas de tudelanos durante tres días que “en la plaza de la Constitución (de los Fueros) dieron gritos pidiendo se tocase música y variadas piezas”.

Todos estos datos y una explicación detallada de la epidemia de cólera que sufrió Tudela entre julio y octubre de 1885 fueron retratados por la médica Pilar Sarrasqueta, ganadora del premio Manuel Castel Ruiz en 2012, bajo el título La epidemia de cólera de 1885 en Tudela.

En numerosas ocasiones durante el siglo XIX el país había afrontado brotes de cólera que, finalmente, no resultaron tan graves. Quizás eso favoreció que la ciudad estuviera menos preparada y concienciada del problema. De hecho, cuando un joven falleció en diciembre de 1884, y se sospechó que se debía al cólera, los médicos Ángel Frauca y Eusebio Zabaleta determinaron que “la enfermedad se debió a la ingestión de gran cantidad de caracoles y otros excesos” y que “el finado no mantuvo relación con personas u objetos infectados”.

Conforme fue avanzando la epidemia, la causa del contagio parecía evidente y tenía su eje en la falta de higiene de las viviendas tudelanas y, como vehículos conductores, los ríos que atravesaban la ciudad, que entonces contaba con algo más de 10.000 habitantes. Aunque los sectores más afectados fueron los labradores, jornaleros y lavanderas, también lo padecieron algunas de las familias más adineradas de Tudela.

Para Sarrasqueta, una de las causas más importantes de insalubridad en las casas de vecinos eran los depósitos de estiércol, excrementos y otras materias fecales que había en cuadras y excusados. “Se obligó a los vecinos a limpiar y sacar semanalmente los estiércoles entre las once de la noche y las tres de la madrugada”. Los hortelanos protestaron porque el lugar donde debían dejar las deposiciones “se encontraba muy alejado de la población”, apunta la investigadora.

Los ríos Queiles y Mediavilla se usaban como vertederos naturales de la población y recorrían buena parte de las calles afectadas por la plaga. De hecho, el matadero, que se encontraba en Ribotas, vertía todos sus desechos al Queiles antes de llegar al Ebro. No era mejor la situación del Mediavilla y de la acequia Vencerol (vertía al Queiles) cuyas aguas “despiden una gran fetidez por arrastrar las inmundicias de las casas de la calle Trinquete”, relataban los informes en los que se añadía la prohibición de lavar ropa en estos cauces. Por último, el mercado y la casa cuartel de San Francisco eran dos fuentes de infección; el primero porque no se limpiaba a diario y había en los alrededores restos de fruta y verdura podrida.

En el caso del cuartel de San Francisco, el arquitecto municipal constató que “el depósito de los excusados debe estar completamente lleno pues rebosan los excrementos por encima del pavimento produciendo un olor que trasciende a la plazuela y calle inmediatas”. La situación era tan lamentable que se cambiaron los dormitorios de la tropa al segundo piso y se sacó a los presos para fumigar las cárceles. Además, se prohibió regar las huertas por miedo al contagio de los productos a través del agua, y también el consumo de fuentes y manantiales como Vencerol y Fuente de Canónigos. Las autoridades fueron tan tajantes que se impidió el consumo de frutas y verduras porque provocaba “la propensión de molestias de vientre caracterizada principalmente por diarreas, siendo de advertir que en los que padecían guardaban cierta relación con el uso y aún abuso de las frutas”, tal y como afirma Sarrasqueta en su obra.

El clero ayudaba desde los púlpitos predicando contra su consumo. La situación para la economía tudelana se complicó muchísimo no pudiendo vender el género ni regar sus campos. La situación se tornó tan penosa que en un artículo del periódico tudelano Lau-buru, un vecino retrataba la situación de la ciudad señalando que “quizás sea hoy en nuestra ciudad más terrible que la epidemia, el hambre que se deja sentir en algunos barrios”.

Dentro de las medidas que la corporación y el Gobierno civil adoptaron se encontraba el establecimiento de un cordón sanitario con el objetivo de que no entraran personas de fuera de Tudela ni salieran vecinos de la capital ribera. Como era de esperar, las medidas supusieron importantes incomodidades para los residentes.

Cuando en junio de 1885 se declaró la epidemia en toda España, el Ayuntamiento propuso la instalación de una garita de vigilancia en la puerta de Zaragoza porque se esperaba su entrada por esta vía. A principios de julio se prohibió en muchas localidades la salida de personas que no portaran la “patente limpia”, documento en el que se confirmaba que su lugar de origen “no había sido invadida por el cólera morbo asiático”. Conforme la situación empeoró, la posibilidad de desplazarse se hizo más complicada, hasta el extremo de no permitir a los viajeros que permanecieran en el andén y, por supuesto, la fumigación de todo viajero.

El miedo al contagio trajo consigo el abandono de viajeros enfermos y el enfrentamiento entre pueblos. Sarrasqueta narra cómo en la vía del tren de Tudela apareció muerto por el cólera un hombre que portaba “patente limpia”; en lugar de socorrerle lo habían arrojado del vagón. No menos llamativo fue el caso de quien tenía dificultades para “encontrar una nodriza (se contrataba para amamantar a los hijos) para un lactante cuya madre había muerto de cólera”. Entonces parecía normal “si se tiene en cuenta la repugnancia y aprensión con que se mira todo aquello que ha estado en contacto con el terrible morbo y la muerte”.

Otro de los temas más polémicos fue la construcción de un hospital colérico (provisionalmente se adaptó la ermita de Santa Quiteria) que inició el ingeniero Luis Zapata el 13 de agosto de 1885 después de que el arquitecto municipal huyera. Al caer Zapata enfermo le sucedió el 29 de agosto Jorge Burgaleta que acabó entregando la obra con deficiencias notables. Las indicaciones de la autoridad se dirigían incluso a los enterramientos para que “las cajas se cierren con pocas puntas (clavos) y someramente y que llevadas al cementerio, el enterrador o sepulturero desclave dichas puntas permaneciendo desclavadas durante el tiempo de depósito”. El depósito resultó insuficiente para el elevado número de fallecidos que eran enterrados con cal viva y a mucha profundidad. El incremento de los fallecimientos fue tal que el capellán solicitó un reajuste de horarios con “horas fijas para presenciar el enterramiento de los cadáveres, a las siete en la mañana y siete en la tarde con lo cual se conseguirá en primer lugar que el capellán no enferme”.

Las procesiones se multiplicaron en esos tres meses, siendo la más numerosa la que se celebró el cuatro de octubre en que se sacaron todas las imágenes hasta llegar a la ermita del Cristo. La sensación del pueblo, como decía Lau-buru, era “si Dios nos ha dado el castigo, Dios nos lo quitará”. Cuatro días después, el 8 de octubre, se dio por terminada la epidemia en Tudela.

Síntomas. “Al cabo de unos días la diarrea se hace cada vez más sospechosa,

serosa, riciforme y más intensa; se descompone el semblante, aparece el vómito, se concentra el pulso, que más adelante falta, se inician y acentúan los calambres, la ansiedad es grandísima, un sudor frío baña la piel, que se torna marmórea, apagamiento de la voz y debilitación cardíaca”. Decía ‘Lau-buru’, en junio de 1885.

Condiciones de vida. Las ropas de los muertos y contagiados eran fumigadas, lavadas, coladas y escaldadas por cuenta del Ayuntamiento, según Sarrasqueta. La cama y el colchón se quemaban en un punto ventilado de Canraso, prohibiéndose que se hiciera en las cercanías de Ribotas.

Médicos. Felipe Ágreda, Leoncio Bellido, Francisco López Salazar, Escolástico Remacha, Eusebio Zabaleta, José Abeti y Ángel Frauca fueron algunos médicos que sin medios atendieron a los enfermos y se enfrentaron a la ira de los tudelanos al prohibir regar los campos.

Prisca Frauca. Es un ejemplo de cómo afectó a todos los sectores de la población. Casada con el médico Ángel Frauca, e hija del industrial Tirso Frauca, vivía en San Marcial y murió a los 33 años el 17-8-1885.

Consecuencias. Además de condiciones de sanidad

más exigentes, la epidemia tuvo como consecuencia una nueva ciudad con calles más anchas, diseñada por Luis Zapata como “negocio para el mercado inmobiliario que debía satisfacer la creciente demanda de viviendas necesarias para una ciudad industrial y para una concentración de población en las ciudades”. Este esfuerzo perseguía dos objetivos: la higiene del espacio urbano y facilitar la circulación. Se hicieron obras de captación de aguas salubres para el consumo. El alcalde, Felipe Gaytán de Ayala, tras varios errores y la muerte de su mujer, dimitió.

258

Personas murieron por la epidemia de cólera. Los infectados fueron 832. El registromunicipal estima un número diferente, 352 muertos por cólera.

Adela Grao, una joven que llegó de Zaragoza, fue la primera en fallecer por el cólera el 23 de julio

Tudela fue la localidad más perjudicada de Navarra donde murieron 3.261 personas

El 5 de octubre se hizo una romería hasta el Cristo, “si Dios nos ha dado el castigo, Dios nos lo quitará”