El pasado jueves, día 11 de enero, murió mi madre, Juana Engracia Esarte Palazón. Había nacido en una clínica de Pamplona en 1933, pero era de la salacenca villa de Jaurrieta. Hija de Pedro Esarte y de Eulalia Palazón, realizó sus estudios básicos en la escuela del pueblo y unos breves estudios de Comercio en Zaragoza. Posteriormente trabajó junto a su madre en su casa, llamada “Palazón”, en donde había una fonda y una tienda de ultramarinos. A los veinticuatro años se casó con Miguel Ansó Eguinoa, de Orbara (Valle de Aezkoa). Se dedicaba al transporte de madera desde el Irati y falleció dos años después dejándole a mi madre viuda y con un hijo de quince meses. Al jubilarse vino a vivir a Pamplona en donde ha pasado veinticinco años.
Noventa años, una vida extraordinariamente larga y, como es lógico, con muchas alegrías y disgustos. Despido a mi madre con dolor y emoción, pero también con serenidad, aceptando que la realidad es vida, muerte y transformación, misterio que todo lo impregna desde las partículas más elementales hasta el universo en expansión. No voy a hacer aquí ningún panegírico de mi madre ni voy a decir que era una mujer extraordinaria porque no es verdad. Mi madre era una persona como cualquiera de nosotros: con sus virtudes y sus defectos. Pequeñita, semejante a ese grano de mostaza del que habla la parábola del Evangelio, de genio vivo, con alguna que otra manía y tan obstinada en sus ideas que a veces me costaba mucho esfuerzo descabalgarle de ellas. Pero a la vez, de corazón generoso, lleno de simpatía y capaz de empatizar con cualquiera: pasear por Mendillorri con ella suponía pararse continuamente para hablar con gente que yo desconocía por completo. De respuestas rápidas e ingeniosas, se ganaba a los demás con facilidad. A todos los sitios que íbamos (ya fuese el hospital, la carnicería o la frutería) se encargaba de manifestar, aunque no viniese a cuento, que ella era de Jaurrieta. Porque mi madre practicaba, si se me permite una pincelada de humor, una especie de nacionalismo jaurrrietano. En Mendillorri no ha habido un solo día en el que en sus labios no aflorase la palabra Jaurrieta.
Hace cosa de tres años paseando por el barrio me dijo: “Que duro es tener que morirse”. Desde entonces ha tenido presente que entraba en la última etapa de su vida y, dado mi carácter despistado, a menudo me repetía las instrucciones: no quiero que me incineres, enterradme en Jaurrieta, ponme una esquela pequeña y hacedme un funeral sencillo. Y así lo hicimos el viernes día 12, bajo un límpido cielo azul, en un entorno resplandeciente por la nieve limpia, recién caída, y sobre un piso de cristal algo peligroso.
Viuda muy joven y con un hijo pequeño, no ha tenido una vida fácil, pero ¿quién la ha tenido? Solo unos pocos privilegiados pueden gozar de una vida regalada. Quizás por eso siempre tenía mucha preocupación por los más desfavorecidos. Y en este aspecto, desde luego, ha seguido la estela de Jesús de Nazaret: la he visto preparar bocadillos a los que llamaban a su puerta, dar de su pequeña pensión una cuota mensual a la Cruz Roja e inculcarme a mí desde pequeño la preocupación por el bienestar de los demás. Con frecuencia me solía repetir aquello que a su vez le decía su madre, mi abuela Eulalia: “Manos que no dais, ¿qué esperáis?”.
Estos últimos años la hemos atendido con esmero y ha muerto con tranquilidad en casa, a mi lado, gracias a la atención domiciliaria de los cuidados paliativos del Hospital San Juan de Dios, servicio que he valorado como un auténtico lujo. Cuidar a un anciano (lo digo sobre todo para los más jóvenes) requiere cierto esfuerzo y algunas renuncias. No lo voy a ocultar, pero tengo que decir también que tiene muchas recompensas en el plano personal. Los besicos que mi madre me ha dado estas últimas semanas (muchos más que en el resto de mi vida) compensan con creces cualquier sacrificio.
Le doy gracias a mi madre por todo, pero especialmente por haberme dado la vida, por su preocupación para que yo recibiera una buena formación y por trasmitirme valores cristianos. Una fe en Jesús que he tenido que actualizar para que fuera significativa para mi vida, pero nada puede actualizarse si previamente no está como potencia o como substrato.
Har ezazu betiko atsedena, pakean, zure Jaurrieta maitean. Beti izango zara bizirik gure bihotzean. Agur, ama.