He asistido al funeral de un hombre entrañable, vecino, conversador, músico, de fe cristiana de pueblo: Ricardo Zoco, del valle del Roncal. Hubiera tenido que anteceder a su nombre un “don Ricardo Zoco”.

Hay que destacar de Ricardo la faceta musical muy ligada al coro parroquial –“hay música, luego existe Dios”- y cuya dedicación transmitió a sus hijos que han seguido su estela como muy buenos músicos instrumentistas y coralistas. El hijo mayor ha sido nombrado recientemente director de la Capilla de música de la Catedral.

En la misa funeral sonó un canto elevado, potente, brillante. Las piezas, sencillas en su interpretación, salvo un Hic est diae efectista, sonaron fáciles y llenaron de sonido la iglesia pocas veces tan concurrida. Numerosos amigos de la familia acompañamos en el canto y sentimos el gozo de hacerlo junto a un grupo de canto compacto y bien ensayado. Fue muy emocionante ver al director, el hijo mayor de Ricardo, que agradecía la aportación de nuestras voces en la despedida de su padre. La música fue algo que llenó la vida de este hombre.

Funcionario de la Administración pública –siempre me dio la impresión de que tuvo que ser brillante y ejemplar en su puesto-, en su vida fue un hombre afable, trasmitía serenidad. Ya muy mayor, le veía pasear cerca de mi casa en busca de un banco asolanado donde pasar el rato mirando los montes que rodean la cuenca de Pamplona y, al fondo, en lo alto, el santuario de San Miguel de Aralar, tan importante en su santoral personal como la ermita de Nuestra Señora la Virgen de Mulkilda. El último año, el paseo lo hacía sobre una silla de ruedas acompañado por alguno de sus hijos o de un cuidador tan amable como el mismo Ricardo.

Me gustaba saludar a Ricardo. Siempre tenía una frase antigua escondida en su cabeza lúcida, y su conversación transmitía agradecimiento por el rato que le dedicaba -“la distancia de la conversación”, tan especial e inmedible. Para mí, el ratico con él era respirar paz, reflexión y satisfacción por encontrarte con personas que suavizan el pedregal de un mundo embravecido y tirante. Gracias, Ricardo.

Yo seguiré mirando por la ventana los bancos, bien soleados en esta primavera, donde pasabas los ratos esperando a Maribel que volvía, andar sigiloso, de hacer la compra o de visitar a su hermana. Esas escenas me reconciliaban conmigo mismo, siempre en agitación presurosa, tropezándome con los desengaños repetidos.

El tiempo desaparece conforme se usa”, y no nos damos cuenta. Cuando deberíamos hacer como Ricardo que, “…no vivía sino que mimaba la vida”. Son dos citas de un hermoso libro que he terminado de leer estos días: “Prosas apátridas”, de Julio Ramón Ribeyro, un estoico.

Descansa, Ricardo Zoco.