La estética y la moral
Ahora que han pasado varias semanas desde el asesinato de los ilustradores de Charlie Hebdo es oportuno ahondar en algunos aspectos de la noticia sin el ánimo caliente de aquel momento. Aunque la mayoría, tanto en Francia como en otros países, expresó su rabia por el crimen y salió a la calle a protestar contra lo que consideraban un atropello a la libertad de expresión, también hubo voces discordantes. Ya entonces hubo quienes recordaron que, antes que una crítica a determinadas ideas en el contexto de un debate abierto, lo que habían publicado los periodistas gráficos era una burla sin motivo previo. Así, el papa Francisco, sin justificar en ningún caso la matanza, comparó las últimas viñetas de Mahoma incluidas en el semanario con cualquier insulto proferido por alguien contra un familiar o una persona especialmente querida del agraviado.
Sí, a medida que pasan los días y se aleja en el tiempo el suceso de París, se enriquece la paleta de matices en relación con él. Poco a poco se hace más clara la diferencia que hay entre una crítica expuesta desde cualquier medio de comunicación frente a las declaraciones o el comportamiento público de alguien -que tiene derecho a ser lo más libre y humorística que se desee- y la mofa gratuita hacia una forma de culto practicada por millones de individuos en todo el mundo. En cierto modo, superada la impresión inmediata del acontecimiento, empieza a oírse una voz más allá de las primeras reacciones, una vocecita advirtiéndonos de que todos albergamos cosas sagradas, es decir, situaciones, símbolos, experiencias o seres amados que querríamos mantener a salvo de la risa de los demás.
Al margen de lo absurdo de los asesinatos de París, de la condena al recurso a la violencia que por evidente ya no genera ninguna discusión, se trata de definir los límites de la libertad de expresión, pero, sobre todo, de llegar a un acuerdo mínimo sobre aquello de lo que no deberíamos reírnos en ningún caso. Dado que en este terreno no hay normas ni un fundamento científico que permita recurrir a pruebas empíricas, no queda más remedio que acudir a una mezcla de intuición y sentido común. A pesar de las diferencias entre los hombres, de la diversidad de sentimientos, prácticas, gustos, aficiones y costumbres que nos separan, sigue existiendo una comunidad de modales y cortesías entre nosotros. Por muy distintos que seamos, continúa habiendo un mínimo equipaje ético con el que andar por ahí, un librito de buenas maneras que va a servirnos casi siempre. A la hora de moverse por el mundo, de viajar a lo largo y ancho del planeta, cualquiera sabe más o menos lo que debe decir y lo que no, las expresiones que van a ser bien recibidas y las que no, lo que puede ser ofensivo o amable. Y si lo que queremos es no sólo caer simpáticos sino resultar graciosos, llevar nuestro sentido del humor más allá de las fronteras, también es posible convenir tácitamente una manera de hacerlo que no necesite el dolor para prosperar.
No, no hace falta herir para hacer reír y, si eso ocurre sobre todo en el ámbito creativo, no es porque éste esté habitado por personas especialmente malvadas, sino porque, como ya observó Hermann Hesse, “en el artista, la estética sustituye a la moral”. El artista, sea escritor, músico, cineasta o dibujante, por ceñirnos a los que usan las formas de expresión más elocuentes, supedita todo a su creación, a la calidad y a los efectos de la misma. En él se da una permanente falta de escrúpulos que le lleva a sacrificarlo todo por una buena página, una rima sublime o una caricatura lograda. Con tal de que lo que narra, canta o dibuja alcance su objetivo, esto es, sea eficaz entreteniendo, divirtiendo o conmoviendo, es capaz de olvidar el resto de aspectos, el impacto doloroso que puede provocar en los demás. Sumido en su labor creativa, el artista es un ser despiadado, frívolo, insensible a todo lo que no sea la palabra, el lenguaje y su posibilidad emocionante.
En 1965, cuando ya tenía casi acabado A sangre fría, su libro sobre el crimen de Kansas, Truman Capote necesitaba un desenlace verídico para darle sentido, para que funcionase como el relato real que se había propuesto escribir. Esos días tuvo la oportunidad de lograr un nuevo aplazamiento para la ejecución de Dick Hickock y Perry Smith y, a pesar de la amistad que había desarrollado con este último, prefirió no solicitarlo porque ansiaba publicar su novela, hacerlo precisamente con el final de los asesinos en la horca.
Por fortuna, la mayoría de las veces no hay víctimas del acto estético, la obra es aceptada o rechazada conforme a criterios artísticos y sin dejar a nadie mal parado. En otras ocasiones, en cambio, ocurre que el texto, la canción o la viñeta atacan a alguien concreto o, como en el caso del Charlie Hebdo, se burlan de algo que, si bien es abstracto e inventado por los hombres, es compartido por muchos de ellos y va unido a su vertiente más íntima, forma un conglomerado de creencias, traumas, secretos y esperanzas difícil de distinguir de la persona real.
Es cierto que se habla de las imposiciones y exigencias de la moral, del imperio de principios dogmáticos bajo el que viven muchas personas en su obsesión por distinguir el bien del mal, y, sin embargo, a menudo no es menos represivo el régimen establecido por la estética ni menos humillante la esclavitud a la que puede someternos nuestra búsqueda incondicional de la belleza.El autor es escritor