Estaba previsto que la reunión que mantuvieron el pasado martes en La Moncloa el lehendakari Imanol Pradales y el presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, durase hora y media. Finalmente, y para tribulación de los plumillas que ardíamos en deseos de conocer lo que había dado de sí el encuentro de la Comisión Bilateral Permanente, fueron tres. Les confieso que habría dado cualquier cosa por haber asistido, mimetizado en lámpara o en mesa de cristal, a la conversación. Tiene toda la pinta de que ambos mandatarios mantuvieron un tête-à-tête tan intenso como la situación política actual en el Estado requiere. Desde luego, lo que se dijo en aquella sala se quedó en aquella sala, pero, en su intervención ante los medios, el lehendakari no evitó mostrar su disgusto por el modo en que se habían desarrollado los acontecimientos en las jornadas previas a la cita al más alto nivel entre Euskadi y España. Después del trabajo ímprobo, callado, nada agradecido, que se venía haciendo por parte del equipo negociador vasco, algo se torció justo cuando se afrontaba la txanpa final. La señal de alarma la dio la consejera Maria Ubarretxena al final de la semana pasada, cuando su optimismo habitual dio paso a la manifestación de su preocupación por los movimientos de la contraparte española, que ni siquiera había hecho llegar su propuesta en el tiempo y las formas que se establecieron. El resultado fue que lo que debería haber sido la rúbrica del primer paquete completo de transferencias de la Seguridad Social se quedó en una serie de traspasos de mucho calado, pero que no culminaban las expectativas. Hablar de fracaso sería un exceso, pues lo logrado no es ninguna menudencia. Sin embargo, parece inevitable el sentimiento de fiasco entreverado de decepción. Alguien dentro de las estructuras gubernamentales, ojalá que solo por desidia y no por intención política, ha puesto un palo en la rueda. Y ahí, como reclamó Pradales sin elevar la voz, es imperativo que Pedro Sánchez ponga orden.