quien no haya conocido a don José María Setién llegará a quererlo; y quienes lo hemos conocido, nos llenamos de recuerdos. Tenía el físico general de un alazán, la agudeza de un águila, la ternura de un cordero y la timidez de una paloma. Había algo en su presentación que aparentaba superioridad intelectual, cierto. Tan cierto, y lo digo sin ninguna reserva, como que ha sido uno de los intelectuales vascos más potentes de los últimos cien años de nuestra historia. Pero era tímido en igual medida. Su timidez se enrocaba en cierta frialdad de trato que desaparecía cuando el interlocutor pasaba el filtro de la solvencia personal.
Setién, lo rotundo de la sonoridad de su apellido se impone para los laicos sobre cualquier otro tratamiento, calibraba, pesaba y medía a quien tenía en frente. Pensamiento en estado de emergencia, pedía a quien argumentaba con una frase a no olvidar: “Antes de concluir lo que dices, primero deberías probar que?”. Y ahí el interlocutor, yo mismo sin ir más lejos, se encontraba sometido a examen de consistencia y de conciencia.
Mi creciente admiración
Tuve ocasión de trabajar codo a codo con Setién en el consejo de redacción de la revista Hermes cuando la codirigía junto con Koldo Mediavilla. Resultó que el todavía obispo de Donosti venía en su Golf blanco a Bilbao, se sentaba en círculo con los demás miembros del consejo, proponía temas y sacaba el lápiz de dos colores para señalar defectos a corregir y valoraciones favorables a destacar. Siempre pausadamente, siempre reflexivamente.
A partir de entonces nuestra relación pasó a ser más continua y creciente mi admiración por él. En cierta ocasión, hablando por teléfono, le encontré abatido. Esa es la palabra. Resultaba que un exministro le había llamado públicamente “piedra de escándalo” para la Iglesia por su “equidistancia” con las víctimas del terrorismo. Como laico me parecía un asunto de escasa importancia, ¡tan corriente era por la época que su nombre fuese enfangado! A simple peso toda su obra escrita y sus pastorales contradecían aquel latiguillo acusador, pero no, él insistía en lo brutal de la descalificación porque era insufrible para un pastor de la Iglesia ser calificado como piedra de escándalo para su grey.
Oposición al protagonismo excluyente de las víctimas
Así que en la siguiente ocasión que nos vimos le pregunté por la inquina que le tenían aquellos políticos y periodistas “victimafagos”, que se alimentan profesionalmente del dolor de las víctimas. “Todo empezó porque me negué a visitar en su domicilio a los familiares de cualesquiera fueran las víctimas”, me dijo, reconociendo que quizás no fue suficiente escribir y hablar de su sufrimiento” y “todo continuó cuando me opuse a que las víctimas tuvieran protagonismo excluyente en lo referente a la resolución del conflicto vasco”.
Por su formación clásica, latín y griego, distinguía perfectamente entre la romana Pax -pacto o acuerdo- y la griega Eirene -paz sosiego interior-. Esta última era la que Setién buscaba para todos los vascos. Acertaba Setién.
Setién era progresista en lo relativo a los derechos de los trabajadores y los derechos de los pueblos. Otra cuestión era su concepto de la moral sexual. En este punto me recordaba a G.K. Chesterton quien afirmaba que la próxima herejía será simplemente un ataque a la moralidad; y sobre todo a la moralidad sexual.
Cuando el Mal se ha convertido en una realidad determinante, cuando asistimos a la banalidad del sexo y a una de sus consecuencias más insufribles como es la cosificación de la mujer, no puedo olvidar el dedo índice de Setién apuntando a ese peligro existencial. Con salvedades, estoy dispuesto a reconocer que en esto también acertaba Setién.
Acertó con su fe
Setién creía en Dios por encima de todas las cosas. Las fascinantes investigaciones de los científicos de Harvard han sugerido que si la fe de los creyentes alcanza una intensidad determinada resulta posible ver lo que se espera ver, y Setién lo veía. Vivimos una época de relativismo, de individualismo férvido, de pensamiento líquido en la que poca gente quiere creer en Dios y no obstante necesitamos apoyarnos en algo. Y da mucho que pensar que alguien afirme que cree en la unidad, santidad e infalibilidad de la Iglesia católica; como un hombre en el desierto que sabe que el agua es buena para el hombre; como un perro malherido incapaz de caminar, sigue sabiendo aún el camino de casa.
La fe de monseñor Setién, otro acierto, habría sido rubricada por un agnóstico como Unamuno quien en la Oración del ateo lo dejó así escrito: “Sufro yo a tu costa; Dios no existente, pues si Tú existieras; existiría yo también de veras”.
Ha muerto el buen pastor don José Maria Setién, aquel que dio su vida por las ovejas (Juan 10.11). Goian Bego.
Con todo mi afecto y reconocimiento.
El autor es abogado