a pandemia viral que nos hostiga pudiera parecer que está adquiriendo las características de una catástrofe de proporciones bíblicas e incluso recurriendo a las revelaciones del Apocalipsis, último libro del Antiguo Testamento, pudiera parecer que estamos asistiendo al final del mundo. En cualquier caso, lejos de cualquier exageración mitológica, la pandemia de COVID-19 nos está mostrando una ultraderecha insistente en su pasado amputado de libertades, una ultraderecha reiterativa y cansina, que parece decidida a estancar la democracia. Su irrupción en la vida política ha supuesto una pésima noticia, como también lo es la radicalización del centroderecha. Su forma de hacer oposición, en momentos tan dramáticos, no solo se explica como una distopía, sino que supone la afección de un partido que ni dice la verdad ni es leal ni sabe estar a la altura de las circunstancias. Ha identificado el poder con su propia identidad, no reconociendo la legitimidad del gobierno, lo que le lleva al constante desatino y a la más ridícula necedad. Su hablar autosatisfecho, frecuentemente pugnaz y mal educado, impregnado del perfume prehistórico y azulón del franquismo, acabará probablemente por vampirizarle.

Nunca hubiéramos esperado semejantes despropósitos de una derecha centrada y democrática, pero desgraciadamente la ultraderecha se ha inclinado por el electorado que tenía más disponible, el más radical, inane desde la muerte de Franco, para hacer política que no va allá de su ideología trasnochada y ultramontana. Su fervor patriótico es meramente histriónico, esto es, una burda representación escénica. Y su argumentario parece haber encontrado una metáfora involuntaria en su pasión por la utilización partidista de los fallecidos, que no es más una regresión delatora de su entusiasmo por la España chovinista y excluyente.

La sinrazón de la ultraderecha, la base que subyace a su irresponsabilidad política, está regida por fuerzas ajenas a la objetividad, tales como sus propios intereses y su desmesurada ambición, que tienden a bloquear sistemáticamente el más mínimo atisbo de objetividad. Históricamente, en cuanto su anhelo de poder se ve perturbado, despliega todos los recursos a su alcance, aún los más inmorales, para desgastar a sus adversarios políticos. Y así vemos, lamentablemente, como algunos líderes sepultan su inteligencia bajo una costra de necedad, colman su imaginación de falsedades y alimentan su corazón con rencor cainita, tratando de sacar provecho político de la desgracia ajena. Su quehacer parece presidido por una soberbia y por una sed de notoriedad que muestran sus mil versiones de presunción, malicia y estupidez.

La gravedad, no obstante, reside en su hipocresía, su patriotismo disfrazado de adulterado cristianismo, su mezquino uso de la libertad y su carencia de altura de miras, que está creando un clima de exaltación y crispación ciudadana, enfrentando innecesariamente a unos contra otros. Su discurso desleal, falto de credibilidad y desprovisto de sagacidad psicológica es un semillero de discordia que acabará olvidado en la abrumadora nada de lo inútil. Es triste decirlo, pero algunos políticos de la ultraderecha son panfletistas, desequilibrados morales, histéricos que se complacen en la levantisca manía de la tergiversación, la mentira y el prurito del absurdo con tal de enumerar los errores cometidos por los responsables gubernamentales. Ésta será la lamentable aportación de estos cerebros anquilosados de resabios franquistas a la pandemia viral, que tanto dolor e incertidumbre está causando a la ciudadanía. Sus patrañas, más conocidas como bulos, son la cocaína que estimula el odio de unos ciudadanos contra otros y que alimenta, una vez más, las dos Españas de las que hablara Antonio Machado, aunque ya antes se había referido a ellas Ortega y Gasset.

En fin, a la ultraderecha aún le queda mucha España nacionalcatólica que recorrer, mucho país de siesta y sacristía que superar, lo que representa un pesado lastre que le lleva a renegar obstinadamente de la imparcialidad necesaria con la que se debe abordar una cuestión tan compleja y brutal como es esta grave pandemia viral y el profundo impacto económico que dejará como secuela. Su delirio visionario, bordado en rojo ayer, le impide establecer límites, líneas que un demócrata jamás debería rebasar. Aborrece la información veraz mientras permanece enrocado, firme el ademán, en la estrechez del prejuicio. No escucha, avasalla. No razona, exaspera. Omite lo que quiere e incluye lo que le interesa, recreando arbitrariamente una obscena realidad con la que nutre su cruzada contra lo que puerilmente llama régimen bolivariano. Aun respetando su libertad de expresión y sus obvias y legítimas diferencias ideológicas, sus ataques basados en el insulto, la descalificación y muchas veces en la calumnia, sobrepasan la decencia, ya que sus fines partidistas cuestionan los intereses generales de la inmensa mayoría del país, que no comparten ese despropósito y que solo quieren que su salud sea debidamente protegida. Sería muy positivo que la ultraderecha, pero sobre todo el centroderecha, abandonasen su actitud negativa, pues para acabar con este virus asesino, más letal que el virus de la gripe, y para superar con éxito esta inesperada e inédita pandemia se requiere un amplio consenso político que posibilite que toda nuestra generosidad e inteligencia colectiva se ponga al servicio del bien general.

El autor es médico psiquiatra y presidente del PSN-PSOE

La pandemia de COVID-19 nos está mostrando una ultraderecha insistente en su pasado amputado de libertades

A la ultraderecha aún le queda mucha España nacionalcatólica que recorrer, mucho país de siesta y sacristía que superar