Estábamos en la plaza, tomando un refresco entre conversaciones que afilaban los versos, cuando ocurrió el fenómeno. La figura de Calderón se arrojaba al suelo para defenderse de los broncíneos pájaros que, del otro extremo, García Lorca le arrojaba. Dos estatuas peleando. Absurdo. Pero el absurdo impera. Como lo es que a discotecas y prostíbulos permitan ejercer sus actividades mientras teatros, bibliotecas o universidades apenas puedan, guardando mil normas preventivas y sensatas contra un virus maligno. Absurdo, como absurdas son tantas leyes que entre sí pugnan y hasta se contradicen. Absurdo como es a menudo el desarrollo histórico de la humanidad, de un extremo a otro de la geografía o del tiempo. Calderón, nuestro genial dramaturgo, uno de los escritores más estimados de la literatura universal, podría también ser perseguido por defender el honor y el poder regio. Criminal, podrían llamarle, porque ahora se lo pueden llamar a casi todos los habitantes del pasado.

Que llegaran a derrumbar en los últimos días, junto a diversos monumentos a Colón, una estatua de Cervantes, es estridente, como ver La Sirenita de Copenhage, pintarrajeada con acusaciones de racismo. Cervantes también fue esclavo en Argel. El movimiento neopuritano, inquisitorial, que nos está impregnando, muestra la ceguera y la incultura de las nuevas creencias dogmáticas en lo "políticamente correcto." Muchos males vienen de no comprender al otro, fruto de un momento histórico. La mayoría de nuestros reyes y emperadores esculpidos, como los romanos, no fueron ejemplares, pero son parte de lo que somos como civilizaciones, para bien o mal: nos marcaron. A veces uno, como Cecil Rhodes en Oxford, imperialista enriquecido, deja su fortuna para construir un colegio mayor y lavar con una buena acción sus males. Pero hay quienes no toleran ese hermoso gesto pues dejó una estatua labrándolo en piedra sobre la puerta. Cuando son figuras cercanas, duelen a quienes más las sufrieron, como dolían las de estatuas erigidas a Stalin o Franco.

Estamos mayoritariamente atrapados por los prejuicios de nuestra época y difícil es hallar quienes en todo nos convenzan. Aprender historia ayuda a comprender el contexto y evitar que ciertas injusticias del pasado vuelvan. Borrar su rastro puede ser contraproducente. El contexto permite leer el texto, pero hay quienes carecen de la suficiente imaginación para ponerse en el lugar del otro, y menos si habitó en otros tiempos; no es que sean malos, son de cortos alcances y, así, juzgan fácilmente. "No juzguéis y no seréis juzgados", leemos en los Evangelios; la complejidad de cada conciencia, sus circunstancias interiores y exteriores, hace muy difícil, cuando no imposible, saber por qué se hacen ciertos actos o calibrar la culpabilidad... Solo Dios sabe. Aunque podamos dictaminar si está bien o mal un hecho ajeno, el contexto interno o externo nos es ajeno. Cuando caen unos de los pedestales, otros suben.