omo muchos de ustedes, yo también me tragué la entrevista que Jordi Évole le hizo a Morad, quien acaba de ser absuelto en su último juicio: se le acusaba de intento de robo en un piso y amenazas de muerte al paisano que lo descubrió. Le queda al menos la resolución de otra sentencia por un delito de atentado contra la autoridad y portar un arma prohibida de esas que dan descargas eléctricas. El programa de la Sexta mostró, y eso estuvo fantástico, cómo es la vida errante y errada del rapero, sin duda muy atractiva para contemplarla desde el sofá. Lo que no mostró es la vida sufriente y sufrida de sus vecinos, agobiados y angustiados por todo lo que aquel representa. Los malditos siempre estarán mejor leídos, o televisados, que convividos.

La fascinación morbosa por los márgenes deja a un lado la cotidianeidad barrial, erizada de vicisitudes carentes de brillo mediático. La sentimental apuesta por el fatalismo, casi por el determinismo, no solo nos libra de buscar soluciones a problemas complejos. Además, difumina el ejemplar progreso de tantísimos chavales cuya única arma frente a la precariedad es el esfuerzo. La simpática exposición de la multiculturalidad blanquea un paisaje donde abundan los desencuentros sociales, religiosos y hasta nacionales. A la audiencia le priva husmear en una biografía salpicada de incidentes. Claro que con tanta emoción olvida a las víctimas del asunto, gente común que madruga, estudia, se afana y está muy harta de malotes. La idealización, copita en mano, del buen salvaje nos nubla la vista ante unas salvajadas que las suelen padecer otros. Ya de política lingüística ni hablamos.