stuve este fin de semana visitando el panteón de reyes navarros en Nájera y tenía alguna reflexión sobre el culto dispensado a las monarquías y los poderosos. Al final, nos decían, todos morimos; pero algunos dejan sus restos en suntuosos ataúdes de mármol en bellos lugares concebidos para tal ostentación, que los siglos vean su importancia y cómo forjaron la historia. Ahora que asistimos a la descomposición de la monarquía en nuestro país, mal apuntalada por los mismos que han sido cómplices y beneficiarios de sus regalías y robos, pienso que será difícil encontrar quien les coloque luego en un panteón. Hasta el dictador, que se había hecho construir el suyo en Cuelgamuros, acabó en una tumba lejos del arropo de benedictinos y demás cuerpos eclesiales. Parece difícil imaginar que en este siglo XXI podamos seguir esas costumbres. Tengo para mí que ni los más recalcitrantres fascistas que andan tan subiditos de ardores guerreros pondrían un euro por seguir manteniendo esos reales sitios: son demasiado aficionados al robo fácil y tacaño como para pensar en ello.

Así razonaba yo, pero entre medias se coló ese titular de prensa que hablaba de un jabalí que había llegado nadando a una playa alicantina y acabó mordiendo a una señora de Cuenca. El detalle de que fuera conquense salía en todas las notas, así que de alguna manera debería ser importante para quien las redactó. Los jabalíes no suelen ir a la playa, pero sí son perfectamente capaces de nadar (las redes abundan en testimonios de tal arte) incluso en las zonas superpobladas y donde la naturaleza ha sido tan castigada como la costa levantina. Lo de Cuenca, sin embargo, me deja pensando que hay oculto algo profundo y más eterno que los restos de antiguos monarcas. Una pasión por lo insólito, digamos. Una intriga más allá de las monarquías decrépitas.