as ferias del libro en la calle son peligrosas. Y, con buen tiempo, más. Son peligrosas porque, si no sabes nada, puedes pasar por ahí sin querer y acabar comprándote un libro. ¿Que por qué? Yo qué sé. Por compromiso. Por despiste. Por lo que sea, Lucho. Pasan cosas, hay días raros. Y luego, encima, si un día estás un poco aburrido, hasta te lo lees sin darte cuenta. Y eso es lo malo, claro. Porque lo leído, leído está, Lucho. Y ya no se puede desleer, ¿no es eso? Eso es, buen amigo. Yo, por ejemplo, me he leído El mono que llevamos dentro, de Frans de Waal, y ahora solo veo monos. Y monas, obvio. Mira, esa. Mira aquel de allá. Es todo el rato. La cara, los gestos. Al final, no puedes dejar de verlos, te deprimes. El sábado estaba en la rama de siempre, con mi cafecito, llegó una cuadrilla de macacos y me tuve que largar. Aguanté cinco minutos. Por puro interés etológico. Con la oreja tiesa. Pero no entendí nada. Ni una palabra. Solo el tono, claro. Porque hay gente que aprecia las palabras, no digo que no: la hay, estoy bastante seguro, creo. Pero también hay otra gente a la que le basta y sobra con el tono. Son todo tono, podríamos decir. Y a mí me gusta el tono, ojo. No nos confundamos con esto. La poesía está en el tono, eso lo sé. Nos hacemos odiosos cuando equivocamos el tono, dijo una vez Pavese, un amigo mío, frase que ya he citado en otras ocasiones. Así que amo el tono. Me emocionan muchas canciones sin entender la letra. Y me agrada juguetear con él en mi humilde oficio, a veces. Peeeero. Ah, el pero. El pero es que hay épocas en las que nos olvidamos de las palabras y nos vamos más hacia los tonos, me temo. Hay épocas en las que no: en las que ganan las palabras. Pero hay otras en las que imperan los tonos. Ya está. Eso era. Que creo que viene una época de mucha tonalidad. Yo aviso. Sin más.