Ay, los premios. Ay, los premios culturales. Ay, las polémicas. Los premios, por definición, suelen ser injustos. En ocasiones son injustos con el ganador o ganadora, a los que el premio se les queda corto. Otras veces les queda muy largo. Casi siempre son injustos con los nominados o nominadas. También con los que ni aparecen. En el caso de los culturales, pues más. Básicamente porque comparar carreras culturales, llevadas a cabo en disciplinas diferentes, décadas diferentes, escenarios diferentes y apuestas diferentes es un asunto incomparable. Ya me dirán qué tienen muchos integrantes del palmarés del Príncipe de Viana con respecto a quienes no lo ostentan. La decisión de una especie de jurado subjetivo y seguramente bienintencionado pero a fin de cuentas incapaz de abarcar la complejidad del reto. Dolores Redondo. No la he leído, así que no puedo subirme al carro de quienes critican su casi nula calidad literaria ni al de quienes alaban sus virtudes basadas en éxitos de ventas, posicionamiento de Navarra como escenario y destino turístico y consecuencias así. Ni idea. En ocasiones ventas y calidad literaria van unidas, en ocasiones no, en ocasiones nadie sabe qué es calidad literaria y se nos vende como tal simplemente la rareza por la rareza. El mundo literario está lleno de trampas, letraheridos y camarillas. Como casi todos los mundos y submundos, supongo. Pero aquí, en el fallo de este año, parece evidente que la división por la galardonada es clara. No seré yo quien añada nada puesto que ya digo que no la he leído, ni sé si detrás de su éxito hay una evidente habilidad para crear tramas que atraigan a miles o es uno de esos fenómenos editoriales que se dan cada equis años en los que se conjugan muchos factores que escapan muchas veces a las propias editoriales y autores. Los premios, ay. Los carga el diablo de la vanidad y la injusticia.