Hola personas, ¿cómo va el verano?, espero que bien, acaba de empezar. La semana pasada algunos me habréis echado en falta ya que no me presenté a nuestra cita semanal. El motivo era que me había ido de viaje, había abandonado nuestro terruño para recorrer otros lares y venir raudo a contároslo.
Quienes lleváis unos años leyéndome ya sabéis de mi afición a todo lo que tiene unos años, y mejor si tiene unos siglos, a sus espaldas, y también sabéis que me tiran más un capitel, un canecillo y una gárgola que un gibabyte, un software o un hardware. Con lo moderno vivo, me rodea, pero lo que de verdad me llena, lo que me emociona, lo que me gusta y me interesa es todo aquello que nos han legado generaciones pasadas, artes y gustos de tiempos que no he conocido pero que han dejado una impronta que me da razón de lo que hubo y de lo que fue. Y aunque todo lo que conforma el pasado, en mayor o menor medida, me interesa, hay algo que me gusta por encima de todo y ese algo es el arte románico. Es herencia de mi padre. Cuando éramos unos enanos nos metía en el coche y nos llevaba “a ver piedras”, según el. Nuestras quejas y protestas de nada servían y así de muy niños conocimos Catalain, Etxano, la cripta de Leyre, Gazolaz, Eusa y tantas y tantas joyas que nuestra tierra atesora. Aquellas obligadas excursiones domingueras dejaron poso y hoy en día las hago voluntario, y los conocimientos que él me enseñó los he ampliado por mi cuenta y en ello sigo. Y para ello viajo, a veces, con el único fin de ver piedras y en esta ocasión he ido, acompañado de la Pastorcilla, al norte de Palencia. Una tierra con una densidad de iglesias y ermitas románicas por km fuera de lo normal. Vamos a verlo.
Salimos el sábado de par de mañana y llegamos a nuestro destino a las 11,30. El centro de operaciones lo teníamos en Cordovilla de Aguilar, una aldea de no más de diez casas, de las cuales la mitad estaban deshabitadas, y con una población que no alcanzaba la docena y media de vecinos; un lugar perdido entre bosques de robles en el que se podía cortar el silencio dada su gran densidad. Situada a 8 km de Aguilar de Campoo, capital de la comarca llamada Montaña Palentina, una casa del siglo XVI nos acogió durante cuatro días y nos pareció que llevábamos allí toda la vida. Es una tierra dulce, de paisaje suave que ofrece infinidad de caminos y veredas por los que perderte a golpe de calcetín, caminos que a veces tienen premio y a la vuelta de una curva te encuentras con una joya del románico que te alegra la mañana. Los paisanos son amables, simpáticos, dados a la conversación, atentos a lo que quieras saber, te cuentan casos y cosas con gracia y familiaridad. No todos, también encontramos alguno más metido pa dentro, así, por ejemplo, llegamos a píe a un precioso pueblo en el que una señal anunciaba su iglesia de San Juan Bautista, cuando nos dirigíamos hacia ella para cursar la correspondiente visita, pasamos por un precioso caserón con una fachada en la que se presentaba un doble arco de fuertes dovelas, sendos escudos coronaban cada uno de ellos y una bonita cruz en piedra reinaba en el centro, uno de los arcos daba paso a un delicioso patio medieval conservado como si de allí fuese a salir un embozado a caballo con su capa y su espada al cinto. Asomé la nariz para ver un poco más y, en medio segundo, de una puerta del fondo salió una señora, con cara de pocos amigos, secándose las manos en el delantal, me dirigí a ella para ver si la conquistaba y me dejaba ver algo de su envidiable casa y haciéndome el campechano le dije: que bonito patio tiene Vd. a lo que me contestó: ya, y añadí: aquí tiene que vivir Vd. muy tranquila, bueno, me dijo. Pues nada, rematé, vamos a seguir el paseo, a lo que sentenció, vale, y se metió en su casa. Seguimos a lo que allí nos había llevado y la iglesia no nos defraudó, como todas ellas, su portada de arquivoltas, sus columnas rematadas de tallados capiteles, su ábside con ventanas de arco que tras tanta decoración albergan una estrecha saetera, sus canecillos variados de mil temáticas y un largo etc. que conformaba un delicioso conjunto. Describiendo esta describo todas las pequeñas iglesias de pueblo que vimos, luego están las especiales que ponían la guinda al pastel. Así, por ejemplo, a destacar San Cornelio y San Ciprian, en Revilla de Santullán, que permanece cerrada a cal y canto, incluso el acceso a su portada exterior, pero hubo suerte y coincidimos con una visita guiada a la que nos juntamos por la patilla y lo vimos todo con explicación incluida. Entre todas sus joyas destacaba una de las arquivoltas de su entrada en la que el cantero escultor había dejado representada la Última Cena. Una Última Cena con dos personajes añadidos ya que en un extremo se había representado él con su maza y su cincel y un texto que decía: “Micaelis me feci”, siendo este uno de los selfis más antiguos de España, y en el otro extremo se veía a un señor vestido de túnica, con un libro abierto sobre sus rodillas, lo que nos llevó a concluir que era el administrador de la obra.
Otra de las iglesias que se pueden considerar especiales fue la colegiata de Cervatos, esta ya en tierras cántabras, una maravilla que pudimos ver por dentro gracias a la amabilidad de Pepita, una encantadora señora que a las 14,30 atendió la llamada que hicimos al teléfono que indicaba en la puerta e interrumpiendo su comida vino a abrirnos y a explicarnos todos los entresijos de tan mágico lugar con una sonrisa y una simpatía fuera de lo normal. Si algo destaca en Cervatos es la gran colección de canecillos que tiene bajo su alero, la mayoría de ellos son de un nivel casi, o sin casi, pornográficos, sexo explícito, posturas que muestran genitales de ambos sexos, zoofilia y todo el catálogo subido de tono que queráis imaginar. Digno de destacar es también el Monasterio de Santa María la Real en el propio Aguilar de Campoo, impresionante su claustro, su iglesia, su patio y un fresco y divertido riachuelo que, canalizado, corre por debajo de todo el conjunto y que aparece y desaparece. Hoy en día gran parte del Monasterio es un Instituto de segunda enseñanza. Un alumno salido de ese entorno tiene más boletos para amar el arte que cualquier otro.
El espacio se me acaba y no quiero dejar de nombrar esos pueblos de eufónico nombre que hemos conocido como son Matalbaniega, Villavega, Matalbuena, Salinas de Pisuerga, Barruelo de Santullán, Brañosera, Vallejo de Orbo, Vallberzoso, etc, etc. todos ellos pequeños, limpios, recoletos y llenos de arte y de pasado. Cuando tengáis unos días libres y no tengáis un plan ya hecho, tened en cuenta estas tierras, valen la pena. Besos pa tos.