No es fácil olvidar aquel tiempo en que del Ebro para abajo Euskadi, Euskal Herria, lo vasco, era objeto de odio y de rechazo. La vorágine de violencia, que duró décadas, la locura de acción y represión amplificada por intereses políticos y mediáticos derivó en animadversión social que se expresaba lo mismo contra nuestros representantes deportivos, culturales o, sobre todo, políticos. El aborrecimiento a ETA se trasladó a la izquierda abertzale en todos sus formatos, alcanzando la demonización al propio lehendakari Ibarretxe. Eran tiempos en que se contraponía el irredentismo reivindicativo de los vascos al seny catalán, a ese saber estar del nacionalismo reposado y pactista representado por CiU. Eran tiempos en los que Jordi Pujol y José María Aznar, que hablaba catalán en la intimidad, se llevaban tan bien que hasta acordaban gobiernos.

A estas alturas, sin embargo, y aunque la derecha española siga agitando el espantajo de ETA como munición electoral, resulta que ha despertado del letargo el odio, el resentimiento y la ancestral envidia que desde el centralismo, el patrioterío y la incultura ha aborrecido a Catalunya desde tiempo inmemorial. Las benditas circunstancias que acabaron con el bipartidismo y la aritmética electoral han elevado al primer plano el problema quizá más trascendente, que hasta ahora ningún gobernante español ha resuelto: la plurinacionalidad del Estado. Jamás los gobernantes españoles se propusieron resolverlo, ni fueron capaces de solventarlo la lucha armada de ETA, ni el empeño negociador jeltzale, ni el titánico esfuerzo del nacionalismo catalán que aún está pagando haberle plantado cara a la España Una.

Pero afortunadamente, ahora que la formación del Gobierno depende sin ninguna duda de las naciones nunca reconocidas por el Estado, el PSOE olvida su jacobinismo histórico y plantea la necesidad de convivencia en un Estado plurinacional. Más vale tarde y por necesidad. Aunque en Galicia, por motivos más sociológicos que políticos, no se haya evidenciado con la contundencia de Euskadi y Catalunya, ha quedado suficientemente claro en todos los procesos electorales que en estas nacionalidades no cuadran los parámetros políticos, ni culturales, ni económicos que en el resto del Estado.

La amnistía al procés manejada por la derecha como carga de profundidad contra la investidura de Pedro Sánchez, ha servido de cortina de humo para silenciar de raíz el debate que el propio Feijóo había insinuado sugiriendo un pacto de Estado para “el encaje de Cataluña en España”. Por supuesto, el aparato y los barones del PP le hicieron rectificar horas después. Está claro que para la derecha española del PP –a Vox ni lo cuento– no existe ningún problema de encaje de Catalunya, perfectamente definido en la Constitución, dicen. No hay ningún problema territorial en España, no hay problema catalán, ni vasco, ni gallego.

Decía que ahora le ha tocado a Catalunya y, como la derecha española no quiere ver, su propio nacionalismo esencialista que siempre ha tenido una pésima relación con la identidad catalana, sólo concibe como opción política la negación, el rechazo y el recurso a los tribunales porque lo único que hay es la vulneración de la ley. Y los que la vulneraron, Puigdemont y todos los insurrectos, deben estar en la cárcel. Así lo van a vociferar en las concentraciones de autobús y bocadillo gratis de este fin de semana.