Asisto estos días a las imágenes de la anunciada fracasada investidura de Feijoó, a las páginas, a las tertulias y comentarios con una mezcla casi idéntica en porcentaje de desinterés extremo y satisfacción. Desinterés al nivel de que me interesa el tema lo mismo que si la investidura tuviese lugar en el Alto Volta y al nivel de que lo que se han dicho unos a otros me entra por un oído y me sale por el otro a una velocidad que en los años de mi vida, oiga. Satisfacción por eso, entonces, porque tal vez ir haciéndose mayor tenga también que ver con que, sin tú buscarlo, tu propio cerebro te va apartando de la vista los asuntos que en realidad no te incumben y a los que durante años has prestado atención, por costumbre, por profesión o a saber los motivos reales.
Ojeo la prensa y no soy capaz de pasar más de 10 segundos encima de ningún texto. Pero, claro, soy perfectamente consciente de que esa satisfacción tiene un reverso y que ese pasotismo es a fin de cuentas peligroso, puesto que al final esta es la gente que nos puede gobernar o no y que nos gobiernen unos o nos gobiernen otros puede que no suponga grandes diferencias en algunos campos pero puede que sí en otros tantos, lo cual no es una tontería. Vamos, que me hago cargo de que lo que está pasando es importante aunque a mí me afecte como si no lo fuese, quizá saturado de tanta ponzoña de estos últimos años y de la manera en la que se hace la política de un tiempo a esta parte, rebajando el nivel hasta límites insospechados, mientras las cosas claves –las del comer y la vivienda y unas pocas más– suelen quedar en quinto o sexto plano o más atrás, aplastadas por las polémicas oportunistas habituales o en este caso los conchabeos de Sánchez con los partidos catalanes. Todo te aleja miles de kilómetros de este tiempo político y sientes un placer que sabes que es peligroso. O, cuando menos, triste.