Hola personas, otoñales saludos se os envían. En primer lugar y antes de entrar en cualquier tipo de materia, ni explicación previa acerca de lo que veremos hoy, quiero hacer una fe de erratas por un fallo que tuve el domingo pasado, un fallo que al verlo publicado en el periódico exclamé un ¡Tierra trágame! que retumbó en las cumbres del Olimpo. Dije que el arquitecto que amablemente me había invitado a ver las obras de la restauración del Palacio del Marqués de Rozalejo, y que tan sabiamente estaba dirigiendo las mismas, era Fernando Pagola, cuando en realidad debería haber dicho Fernando Tabuenca, ya que tal es su identidad, y hay que dar a cada cual lo suyo. Por lo tanto, repito, el director de la intervención en tan señero edificio es D. Fernando Tabuenca González, socio en Tabuenca & Leache Arquitectos. Que conste.

Bien, arreglado el entuerto vamos a ver por dónde vamos a dar hoy nuestros pasos.

En primer lugar, seguiré la visita al Palacio de Rozalejo o Casa principal de los Guendica, que tal fue su primer título. Y, como todo en la vida, vamos a empezar por el principio y el principio en una casa es su fachada, aunque la semana pasada ya vimos algo de su interior. Tras la limpieza que la restauración ha llevado a cabo ha quedado al descubierto que dos son las piedras que dan cara a la casa: la planta baja está levantada con esa típica piedra gris de Pamplona que tanto se da, mientras que las plantas superiores se hicieron a base de piedra caliza blanca procedente de la cantera de Olza. Ha quedado de una claridad y una luminosidad exultante. Junto al Ayuntamiento es la única fachada del XVIII pamplonés que es toda ella de piedra de sillería, sinónimo de poderío, aunque, si somos un poco tiquismiquis, veremos que el último medio metro, el friso alto antes del tejado, es de ladrillo lucido en el que un dibujo imita la matajunta de los sillares. Parece ser que a D. Luis al final le flaqueó la billetera e incluso hubo de andar en créditos para acabar el caserón.

Entramos y ya vimos el domingo pasado qué nos encontramos con la escalera dieciochesca, que nos lleva directamente a la planta noble, en el centro del zaguán y dos pasillos a derecha e izquierda que conducen a diferentes dependencias. El suelo es de canto rodado y, aunque no pudimos verlo, porque se encuentra protegido por maderas, sé que entre esos cantos rodados se puede ver dibujada con tabas de vaca una gran flor de lis. De niño me lo enseñó mi padre. El paseo que nos dimos por el palacio en esta fase de las obras en las que los suelos están levantados, las paredes sin lucir, las escaleras sin cerrar, y unas cuantas cosas más en fase de construcción te permite echar a volar la imaginación y verte como un pamplonés del XVIII que hubiese entrado en la obra cuando Juan de Larrea y sus muchachos estuviesen en pleno esfuerzo, poniendo en pie el encargo de D. Luis de Guendica.

Si los salones delanteros se encaran con las torres de la Catedral, las dependencias traseras tampoco se quedaban cortas porque hemos de tener en cuenta que cuando el palacio se pone en pie los destinos de la ciudad aun se debatían en el edificio de la jurería, mucho más bajo que el ayuntamiento barroco que aun no se había levantado y, por tanto, desde dichas estancias la vista de las torres de San Cernin era privilegiada. Ahora con el actual consistorio la vista ha mermado mucho. El conjunto constaba de tres edificios, el principal que da a la plaza de Navarrería, donde se encontraban los salones, las estancias privadas, la cocina y la capilla; un edificio interior, donde estaban los salones de poniente y la bodega en el sótano; y una casa auxiliar, con habitaciones para la servidumbre y cuadras en los bajos, que daba a la calle Mañueta y que hace años que se desligó del conjunto del palacio. Entre estos tres edificios había dos patios interiores.

Este era a grandes rasgos el gran palacio que mandó construir D. Luis de Guendica y en el que él nunca vivió. Más adelante vivieron sus descendientes, pero fue un edificio malquerido, al final, Rozalejo se lo dejó en herencia a su amigo José Javier de Colmenares. De alcalde a alcalde.

Fue arrendado, albergó el primer colegio marista, el champán Ezcaba nació allí, fue una pensión, un ultramarinos y mil negocios más, fue maltratado, por unos y por otros, luego llegaron los okupas y por fin parece que le van a dar el trato que se merece. Ya era hora.

La segunda parte de mi ERP de hoy nada tiene que ver con la primera, va a ser mucho más envidiada por muchos de vosotros, de eso no tengo duda. Tuvo lugar el miércoles a la tarde, en Mutilva, concretamente en el asador Mutiloa, ese templo del bien comer que hace tantos años gobiernan los hermanos Enciso Ángel Mary y Manuel y el motivo de que yo estuviese allí era que se celebraba el 6º concurso de maduración de carne IGP Ternera de Navarra, hablando claro un concurso de chuletones, casi nada al aparato. Me habían ofrecido un puesto en el jurado, pero no pude aceptarlo porque el acto empezaba a las 18 horas y yo a las 20 he de estar en mi puesto de trabajo y supuse, como así fue, que en dos horas semejante ceremonia no podía acabar, pero sí acepté la invitación para ir de público y, haciendo un sacrificio, probar los chuletones que fuesen saliendo de las parrillas del Mutiloa. El acto empezó con las presentaciones de rigor y de las cocinas empezaba a salir ese inconfundible olorcillo que deja escapar la grasa de la carne cuando gotea en la brasa. Los presentes empezábamos a salivar. Como no salían entré yo a la sala de máquinas para hacer alguna foto del espectáculo de las parrillas llenas de munición y aquello había que verlo, daba gloria, qué colores, qué cortes, qué entreverados de grasa y magro, estaba claro que cada participante había aportado lo mejor. Las primeras piezas empezaban a abandonar la parrilla para pasar a la tabla donde las manos expertas de los parrilleros cuchillo en mano las convertían en dados y de un certero gesto las depositaban en una fuente lista para que las camareras empezasen a desfilar. Era hora de salir al comedor. Cada uno de los presentes estábamos armados de tenedor, unos picos de pan, un cuenco de sal gorda y un chato de vino. Empezó la fiesta. No paraban de salir. Uno tras otro. Si uno estaba bueno el otro mejor. A mí me enamoró el N.º 16 ¡qué sabor y qué ternura!

En aquellas bandejas se resumía todo lo que la tierra da, el animal come y transforma en untuosidad, en sabor, en intensidad.

No pude quedarme hasta el final. El tiempo manda.

El pobre jurado no tenía ni sal ni vino. Desventajas de ser jurado.

Me puse morado.

Besos pa tos. l

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