La violencia de género fue un concepto que muchas personas descubrieron gracias a Ana Orantes, cuando el 4 de diciembre de 1997 apareció en televisión contando como había sido maltratada durante años. En ese momento ni siquiera fuimos capaces de darle nombre, y aun hoy en día aún nos cuesta definir. Conforme el término comenzó a visibilizarse, aún sin nombrarse del todo, en el año 2003 Icíar Bollaín nos ofreció una historia sobre malos tratos en la película “Te doy mis ojos”, donde un espeluznante Luís Tosar mostraba lo destructiva que puede llegar a ser una persona. A lo largo de los años, estas imágenes y algunas otras construyeron en nuestro ideario el perfil del agresor y de la víctima de violencia de género. Esta última, una mujer que es madre amorosa, que aguanta por sus hijas e hijos, que comprende, permite y entiende al agresor. Asumiendo así su propio rol de género, ese que la sociedad espera de ella, del cual no puede escapar para poder seguir siendo creída en cuanto a víctima.

Tanto es así, que ¿qué sucede con las mujeres que rompen con esto? En el caso de las mujeres con problemas de adicción, por ejemplo, ¿reciben el mismo trato que el resto de las mujeres? No es necesario pensar mucho la respuesta: por ahora, parece que no. Estas mujeres, para la sociedad, han dejado de ser “buenas mujeres”. Han trasgredido el rol de género que de ellas se espera. Además, ¿qué sucede si a esto le añadimos la condición de ser mujer víctima de violencia de género? No siendo suficiente con la desigualdad de género, la propia adicción aumenta la vulnerabilidad ante la violencia de género. Al mismo tiempo, sufrir violencia de género es un factor de riesgo de cara a poder desarrollar una adicción, siendo una relación que se retroalimenta en las dos direcciones.

Estas mujeres sufren un doble estigma, por adictas y por “malas víctimas”, al romper con las expectativas de género que se les atribuyen. Lo que las lleva a situar en un vacío: estigmatizadas por sufrir un problema de adicción, el cual es difícil abordar al encontrarse inmersas en relaciones de sumisión, y sin poder acceder a algunos recursos para mujeres víctimas porque se encuentran con consumo en activo. Este un círculo del que es muy difícil escapar.

Confirmando lo anterior, las mujeres que atendemos desde la Fundación Proyecto Hombre Navarra llegan más solas, ya que su entorno las culpabiliza y juzga más que a los hombres. Además ellas no cuentan con esa mujer cuidadora como apoyo, que ellos sí tienen. Es por esto que ingresan con una problemática más grave, que han ocultado durante años y en una mayor situación de vulnerabilidad. En este caso, el consumo aparece como justificante de la violencia recibida por sus parejas mediante el mensaje social de que la culpa es tuya por drogarte. Mientras a ellos, agresores, el consumo les justifica la propia agresión trasladando que “ambos estaban bajo los efectos de las drogas” o “es que había consumido y no sabía lo que hacía”. Estas mujeres, víctimas y adictas, no merecen ningún castigo social, ni el estigma, ni ser de segunda categoría. No merecen que sus victimarios sean justificados por el consumo de alcohol y otras drogas.

Lo que estas mujeres merecen, como toda persona merece, es poder vivir de manera plena, desarrollándose física y mentalmente al máximo de su potencial. Es decir, libres de toda violencia, empezando por el estigma social. Con el objetivo de salir de ese círculo en el que se encuentran, nos toca empezar a escuchar, pero sin juzgar. Para poder acompañarlas en el camino que las aleja de la culpa, la vergüenza y el miedo. De esta manera, ofrecer recursos donde puedan estar debidamente atendidas, atendiendo tanto la violencia que han sufrido como la adicción. Y dando estos pasos, poner fin al estigma, que es doble en el caso de las mujeres víctimas de violencia de género y adictas. Detrás de esos consumos, que muchas veces se ven espoleados por la violencia que sufren, hay mujeres que tienen derecho a vivir una vida plena. Oigamos sus gritos silenciados tras los consumos y pongamos el foco en el lugar adecuado. En una violencia sistémica, que sufren solo por el hecho de ser mujeres.

La autora es terapéuta de la Fundación Proyecto Hombre Navarra