“La política es una noria” publicó hace un tiempo el director de La Vanguardia, Jordi Juan. Unas veces arriba y otras abajo, pero la agenda pública conforma un carrusel que gira sobre determinados ejes. Uno de ellos, el territorial. El acuerdo PSC-ERC ha sido recibido con rasgados de vestiduras en distintos espacios ideológicos. El enojo ahora ya no es por la independencia, el referéndum o la amnistía, sino por la posibilidad de un horizonte federal en el Estado, asunto polisémico, incierto y pecuniario.
El nacionalismo español más de derechas, que empapa a sectores del PSOE, encontró una importante ventana de oportunidad durante el procés. Sin embargo en 2018 el que se llevó el gato al agua fue Pedro Sánchez, mediante una moción de censura movida desde una mayoría plural cuyo pegamento hoy perdura a duras penas.
Por parte de la oposición son ya seis años de derechismo desatado, con su factoría ideológica a todo gas, volcada un día sí y otro también en acabar con Sánchez. Dicha campaña salió reforzada en verano de hace un año. Porque Feijóo perdió el 23-J, o si lo prefieren ganó pero salió derrotado. Ya se adivinó entonces que vendría un intento de arreón final, como así está siendo.
El centralismo madrileño ha logrado meterse en la vena hegemónica a mayor gloria de una España de capital y provincias, con su correspondiente traslación económica. Ni siquiera esto es lo más preocupante. Tal vez la cuestión política más perturbadora radica en que se soslaya o infringe algo clave. No es posible una convivencia de corte verdaderamente liberal, con profundo relieve democrático, sobre el empleo de un lenguaje que alimente el odio o distorsione gravemente la realidad. Como cuando el Supremo califica ahora a los líderes independentistas de 2017 de “golpistas”. Hay palabras tan dañinas como el chapapote, que no pueden banalizarse, y menos en ámbitos con responsabilidad pública.
El marco del escarmiento, de poner a los separatistas más derechos que una vela, tiene consecuencias sociales muy nocivas que convierten en virtud la agresividad constante. Es un vertido incontrolado para la convivencia, una gran mancha de aceite. Un corpus ideológico y emocional profundamente maniqueo, salpicado de autoritarismo. Los conflictos requieren firmeza, pero también temple. Poner el grito en el cielo ante los acuerdos con el soberanismo catalán (mientras el PP se mantenga en la oposición) sirve para engordar la saca de los malos españoles, y apuntar a cualquiera que no estigmatice al independentismo catalán. El ‘a por ellos’ sigue atornillado en muchas cabezas. Lo vimos celebrado hace días con fruición por una muchachada en las fiestas de Tudela, que se ciscó en Pamplona y en Euskal Herria, tras cantar el Cara al Sol.
Volviendo al incendio político de la financiación. Parte del nacionalismo catalán no es ajeno a esta ola reaccionaria peligrosa y chusca. ¿Qué vertebración, qué convivencia o a qué independencia se puede aspirar cuando se abonan estigmas a la inversa, de que acordar con el PSC es una suerte de traición a Catalunya? Se puede discrepar de la estrategia de Esquerra o de la de Junts, pero mucho ojo con los marcos tóxicos. Sabido es que el carrusel político nunca se detiene, pero la política requiere responsabilidad, por más que se nutra de espectáculo. Lo mínimo es reclamar a sus representantes que modulen sus decibelios. Hoy se subasta ruido. Y el ruido nos contamina.