La monarquía no descansa. La realeza española trabaja a destajo en favor de sí misma, sin una mota de indolencia y con visión de futuro; esto es, de conservarse exenta de consulta, seguir nadando en la abundancia y alimentar su propia leyenda, de fantasías animadas de ayer y hoy. Los reyes saben anticiparse. Felipe y Letizia bregando a relevos en favor de Leonor. Juan Carlos, el de la máquina de contar billetes según Corinna, dejando todo atado y bien atado a Elena y Cristina, según El Confidencial. La monarquía se basa en herencias, sucesiones, bodas, bautizos, funerales, y apologetas. Sin apologistas habría mudanza en la Zarzuela, así que toda promoción es poca. El publirreportaje comenzó hace 55 años, cuando el príncipe de la dictadura del 18 de julio hacía sus bolos en solitario o como monaguillo del decrépito. Luego, milagro, pasó a ser el “guardián de la democracia”, y así hasta Botsuana. El ensueño prosigue reversionado con Felipe y apunta ya a Leonor. Una revista del corazón, prensa con mucho filo ideológico, desvela ahora “los secretos del éxito” de la heredera. Los súbditos debemos recordar periódicamente la existencia de una estirpe triunfante, de rango dinástico. Lo mismo visten traje que uniforme militar. Son distintos de raíz, pero tan majos, resueltos y cercanos que parecen uno más.
El evangelio monárquico es un colmado laudatorio de abnegación, brillo, armonía familiar, patriotismo... Doctrina para la fe irrigada a perpetuidad para justificar la pervivencia de la institución en una sociedad con venas históricas republicanas, pero también con arranques carlistas, falangistas, anarcos e independentistas, y un antecedente que va para el siglo pero que aún crepita: 1931.
La monarquía requiere de hagiografía sistémica, conchabeo y adulación para proteger su jefatura del Estado, con un pilar frágil, el de un poder familiar sine die, necesitado de nuestra admiración, confianza o indiferencia. Para que el caudal de pensamiento mágico alcance las reservas pertinentes, nos entre por las cuencas y nos inunde el cerebro, deben convencernos de que esa vida de lisonja y vasallaje que la realeza recibe de partidos, medios de comunicación y lobbies, ni se sube a la cabeza ni genera síndrome alguno, pues son gente entregada al servicio de los españoles, y dotada de un fino calibrado para el arbitraje de conservadores y progresistas.
El evangelio monárquico es un colmado laudatorio de abnegación, brillo, armonía familiar... Doctrina para la fe irrigada a perpetuidad
“Poseedor de una gran disciplina interna y de una gran fuerza de voluntad, prefiere el trabajo ordenado y metódico y no la improvisación (...) y siente repulsión por las intrigas y las maniobras políticas. Rodeado de un equipo escaso, que tiene que luchar a diario con un presupuesto que es inferior al de cualquier Jefe de Estado europeo, y ayudado en mucho por su esposa, Sofía de Grecia, que contribuye a un mayor equilibrio y a un constante enriquecimiento cultural, Don Juan Carlos dedica la mayor parte de su tiempo al trabajo de despacho y al estudio de papeles, como cualquier ejecutivo empresarial”.
Esto, sirva de ejemplo, se publicó en una conocida revista española en noviembre de 1981. El trampantojo sideral duró hasta poco antes de implosionar con el elefante. Basta recordar que en 2011 el Partido Popular le quería poner un monumento en la Diagonal de Barcelona como “garante de la libertad, los valores de la democracia y de la convivencia”. Para engrandecer a los monarcas hay que empequeñecer a los súbditos, y tratarnos como a menores de edad necesitados de tutela. Por eso el último gran acto de esa boutade llamada juancarlismo será el día del funeral del monarca. Ese día el mito resucitará y en la corte habrá traca especial en homenaje a esta inmensa y bochornosa comunión de ruedas de molino.