Gracias al tam-tam de las redes se ha expandido la queja de una donostiarra, quien salió de noche el sábado y se encontró el Boulevard vacío, la Parte Vieja vacía, ni el tato recién pasadas las doce. Daba, dice, verdadera pena no encontrar absolutamente nada de nada de ambiente. El lamento ha abierto un interesante debate donde el personal achaca el muermo al fútbol, el precio de los tragos, la llegada del otoño o la inseguridad. Algún localista niega el sepelio y, vamos, que como en Donostia de fiesta en ningún sitio. No sé yo…
Lo que sí sé es que en ninguna ciudad ni pueblo cercano la noche se asemeja a la antaño. De hecho, tras inventar los términos mañaneo y tardeo, porque esas realidades existen, a nadie se le ha ocurrido el palabro nocheo, y hasta Word me lo corrige. A mí, pues, no me sorprende la descripción del desierto, que ya me lo conozco, sino el remate agónico de la mujer: “Por favor pongan una solución urgente”. Falta una coma, pero no sobra una letra.
Para empezar, llama la atención tanta premura, como si temiéramos que la noche se despida de uno antes de que uno deba despedirse de la noche, o sea la edad. Para seguir, me pregunto si se trata de un problema colectivo que requiere de un remedio político, o de una melancolía generacional –la mía también–, la simple extinción de un memorable ayer tabernero. Y, para terminar, explica mucho esta época esa postrera petición, casi exigencia, de que alguien, se supone que las instituciones, arregle el chandrío. Como si el mando público teledirigiera los hábitos privados. Como si no dependiera más de nosotros, los noctámbulos, promover el nocheo. Aquí me ofrezco.