Trabajar de cara al público es exposición permanente. Requiere reprimir los gestos que sólo se ejecutan en la intimidad de saberse solo, rascarse donde pica, incluidas intersecciones, valorar si un orificio nasal está para entrar a vivir o le sobran muebles. También puede implicar contener la expresión espontánea de emociones. Y todo esto mientras se transmite cercanía y empatía. De la persona que atiende al público se espera además que esté construida con una aleación de hierro, acero y níquel.
Un verano universitario en que trabajé de camarera por aquello de mantener la independencia entró al bar un hombre ya perjudicado por una contundente ingesta previa. Me pidió un whisky con agua y en el secreto de la cocina pregunté a un protocamarero de camisa blanca y pajarita negra cómo se servía. Así lo hice. Al cliente no le gustó y se animó a insultarme. El bar estaba lleno. Le respondí con educación, aguanté el oleaje. Pero la marejada creció. Volví a la cocina a pedir permiso al protocamarero para echarlo.
Quizá ese cliente sostenía la economía del bar, yo sólo estaba de paso. Se asomó, lo identificó y asintió. Salí a la barra como Beyoncé al escenario, le señalé la puerta y le prohibí que volviera mientras yo estuviera allí. Pero no a todo el mundo le acompaña la suerte que tuve aquella vez. Una empleada de oficina de la zona azul de Pamplona fue agredida y tirada al suelo por un conductor con la violencia volcánica que les genera a algunos el desacuerdo. El tipo iba a pagar una multa. Pero no la golpeó en la oficina, allí la insultó. Fue en la calle, cuando ella salió a por un café, donde la agarró de las solapas, la abofeteó y la derribó. De un empujón volvió a tirarla al suelo. Esta semana ha sido condenado a tres años de alejamiento en los que tiene prohibido comunicarse con ella, a una multa de 2.160 € y a pagarle una indemnización de 21.104 €. Porque lo de menos fueron los daños físicos. La víctima ha estado un año de baja psicológica. Ha vuelto. Pero ya no trabaja de cara al público.