Hay mañanas, al despertar, que el cuerpo emite ciertas señales. Algunas ya las conoces pues te sabes de memoria el recorrido de tus dolores. Desde el sonido a cloaca atascada de tu intestino hasta ese dolor neuropático en tu nervio periférico. Y te dices a ti mismo que los recursos del cuerpo humano para soportar el sufrimiento son infinitos. Pero hay días que esos recursos carecen de plasticidad. Entonces amanece como si estuvieras sentado ante la fogata de tu propio desastre.
Esa mañana la empecé escribiendo esta columna. Bajé al bar de la plaza. El camarero me pasó los periódicos locales. Pedí un cortado doble y un croissant. Necesitaba el efecto de una ducha fría pues tenía el cuerpo como una ventana sin bisagras.
Según la prensa local, la ciudad tenía sus vaivenes, como el grupo de zumba, el whatsapp familiar o la lista de la compra. Había días, semanas o meses que no pasaba nada reseñable. Como si la vida se hubiera quedado en punto muerto. Entonces, salvo que Osasuna estuviera a punto de Champions, o al borde del colapso, la ciudad languidecía y te daban ganas de saltar al vacío.
Sin embargo, últimamente, pareciera que la ciudad aspiraba a no aburrirse nunca pues ardía de actos, convocatorias, eventos, congresos, citas, noticias y gentes importantes que llenaban sus hoteles.
Desde las noticias del TAV por llegar sin oposición popular alguna, los Encuentros de Pamplona, la IA aplicada a las listas de salud, la ampliación traicionera de la macrogranja de Caparroso, la declaración de zonas tensionadas en Pamplona, el turismo invasivo con el aval del SF365, los Caídos, la inmigración emitida por los bocachanclas de Vox, la escasez de plazas de albergue para personas sin hogar, las huelgas de médicos y educación, las manifestaciones contra Israel, la champions Burger o la nueva temporada de churros de la Mañueta; todo servía para clavarle un tenedor al presente.