El filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han acaba de publicar un nuevo libro titulado El espíritu de la esperanza. Contra la sociedad del miedo. “A base de miedo no se crea ninguna comunidad, ningún nosotros” ha escrito. Es cierto. El miedo se agarra a las entrañas, consume a una sociedad, la cuartea y deshilacha. Pensemos en nuestro pasado, en el terror paramilitar de requetés y falangistas del 36, con su estéril pretensión de instaurar un régimen eterno que glorificase su brutalidad, El franquismo fue espantoso porque estaba fundado en el espanto. Aquel corpus mutiló la primera persona del plural, mató y persiguió bajo un perverso palio de divinidad, de la mano de una iglesia omnipresente. El nacionalcatolicismo fue una factoría de miedo porque detestaba la libertad y la temía. La dictadura se retroalimentó de podredumbre y de atraso, por más que tuviese afanes desarrollistas. El miedo fue su piedra angular, hasta el punto de ser clave también de la Transición, que pilló a una sociedad con muchos vicios adquiridos, ganas de pasar página y temor a volver a las andadas.
Qué decir del pavor que hizo sentir ETA, sus pistoleros, sus bombas lapa o sus cartas mafiosas. Miedo a salir de casa, a abrir el buzón, a explotar accionando la llave de tu propio coche. Pánico a los asesinos, a los más listos y a los más cortos, a acabar en una caja de madera y dejar viuda e hijos. Y miedo también en esa sociedad violentada de caer en un calabozo frente a un sádico torturador. “El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros”, advirtió el pensador búlgaro Tzevetan Todorov. Efectivamente la barbarie es contagiosa, y el dogmatismo también, y por eso es un vicio venenoso pero inútil y hasta contraproducente, porque te acaba aislando.
Basar un proyecto político en exprimir miedo lo condena a su futuro aislamiento. Ningún partido puede crecer a la larga sobre las fobias
Volviendo a la tesis de Byung-Chul Han del ‘no nosotros’, hay discursos del miedo que buscan acoquinarnos, pero que se vuelven cansinos. Tienen su público, pero también un techo. Basar un proyecto político en exprimir miedo lo condena a su futuro estancamiento o declive cuando la realidad lo acabe desmintiendo. No hay plan sólido ni en Navarra, ni en Madrid, ni en ningún sitio, que pueda crecer a la larga sobre las fobias.
La prevención es necesaria en la vida y en la política, pero a grandes dosis el miedo inyecta odio, dificulta la visión, aglutina a los contrarios y favorece actitudes nada ejemplares. Cuando se impregna además de xenofobia se vuelve un caníbal insaciable. La apelación permanente al miedo puede resultar tan interesada como grosera. Adulterarlo como lo ha hecho esta semana Ayuso resulta grotesco.
No hay fortaleza en el odio sino reiteración e inmovilismo. El odio es por definición sedentario y segregacionista. Una armadura pesada. Camufla inoperancias y es muy poco exigente. No hay audacia ni riesgo en quien odia, sino la dependencia de seguir haciéndolo. Del odio al fanatismo va un paso. Del fanatismo a la justificación de un exterminio, otro. Lo estamos viendo en directo. El valor político no se encuentra en la mentira, ni en las hipérboles ni mucho menos en la impiedad, sino en la compasión, en la autocrítica o en un temple firme. También en un cierto reconocimiento de los aciertos ajenos, para así fomentar la autoexigencia. Una sociedad sin ningún tipo de miedo puede ser temeraria, pero este no es el caso, sino más bien el contrario. La sobrecarga de aversiones amenaza con descuajeringarnos en la hipertensión crónica, enconados, desagregados, repletos de ascos y asquitos, pero en el fondo muy acongojados. Así no se construye un nosotros.