Se murió Juan, el tío Juan, de golpe, como más lentamente se murieron hace 14 meses el tío Guillermo y hace un año la tía Juana y en julio la tía Elena, la matriarca del clan Nagore, con 98, y te das cuenta de que en apenas 400 días, un abrir y cerrar de ojos en realidad, ya no están personas a las que quisiste, con las que conviviste, de las que aprendiste y quienes configuraban cada uno a su modo y en su tiempo y manera partes de tu vida, momentos la mayoría buenos –salvo en casos muy aislados tendemos a recordar siempre lo bueno de quienes se van–, personas que dejan huecos que nada va a poder ir rellenando, porque el tiempo sí que matiza las ausencias pero no las llena, ni nada ni nadie sustituye a quien ya no está.

Conforme va pasando la vida te vas convirtiendo en un queso de gruyere lleno de agujeros por los que se han ido escapando personas, eso que El Maestro definía como “he visto a gente preciosa desaparecer como humo”. Ir al pueblo y no ver 15 o 20 veces al día mínimo al tío Juan ir cargado de leña o con el tractor o en su taller haciendo cosas o en la huerta o con las gallinas y siempre para arriba y abajo va a ser complejo, porque era de esos personajes con una vitalidad que te dejaba noqueao, pin-pan, pin-pan, sin descanso apenas, siempre con la sonrisa puesta o con el mejor ánimo posible, a pesar de que en el último año la falta de su mujer, Juana, no se lo había puesto fácil.

No sé, en los pueblos pequeños, en los que el material humano es tan escaso que cada miembro es altamente valioso, ausencias así se dejan notar mucho, por supuesto para los que más para sus hijos e hija, nietos, hermanas, pero también para quienes visitamos el lugar más de vez en cuando. No te acabas de acostumbrar nunca a que ya no están, bamboleando unas caderas con millones de kilómetros, cuesta arriba y abajo, más real que el monte, la regata y el nogal.