No fue un terremoto. Pero el suelo tembló bajo los pies. El final del partido hizo estallar un rugido colectivo de los compañeros y compañeras que se agolpaban frente al televisor. Había gente que sudaba más que Areso. Había que observar esa imagen para entender dos cosas: las emociones que provoca Osasuna en sus aficionados y la satisfacción que produce ganarle al Athletic. Escribo ganar y no derrotar porque a un equipo tan grande, tan singular, tan ejemplar en muchas cosas, le vences un día pero sabes que en la próxima cita será otra vez un rival (tampoco lo considero un enemigo) de cuidado.

Creo que con solo decir esto, y sin entrar en otros asuntos que adoban estos partidos, es fácil entender esos gritos, los rostros enrojecidos, los puños al aire, las caras de felicidad tras una eliminatoria en la que las dos opciones de la Copa azotaron el ánimo toda la noche. Ese júbilo desatado, el mismo que expresaron los hinchas desplazados a San Mamés, el que se compartió desde tantos hogares, venía condicionado por ese pesimismo que tantas veces atrapa al aficionado rojillo y que ayer volvía a recuperar escenas que siguen impresas en la memoria como aquella remontada en el viejo estadio bilbaíno cuando a los chicos de Javier Aguirre les remontaron un 0-3.

Esos fantasmas planearon después de que el Athletic igualara la ventaja de dos goles. El cenizo ya estaba con ese “ya verás...” que te hace mirar el juego con desconfianza, más aún si los tuyos van echándose atrás y abriendo una autovía en su banda izquierda por la que los leones entraban una y otra y otra vez. “Ya verás...”. Había en la redacción un montón de entrenadores que indicaban cambios, recolocaban a los futbolistas y señalaban alguna posible debilidad del adversario. Quienes guardaban silencio miraban el reloj de la pantalla con preocupación. Y entonces, por la parte derecha del plasma, asomó la figura de Rubén García.

Vaya por delante que yo era de los que pensaba que este futbolista ya había dado lo mejor de sí, que era mucho, para Osasuna. Afortunadamente me equivoqué. Rubén García condujo la pelota con el pie izquierdo, amagó una vez y en la segunda disparó. Era la antesala al gol de Budimir al aprovechar el rechace de Aguirrezabala. Esa aparición del futbolista valenciano cuando Osasuna trataba de contener a un Athletic desmelenado no fue un chispazo sino la continuación de una excelente temporada. En este juego hay dos tipos de futbolistas: los que juegan bien y los que saben jugar al fútbol. Rubén García es de los segundos.

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Como Aimar Oroz, un catedrático en la Catedral, en un periodo de crecimiento extraordinario en el que también marca goles mientras llama la atención de los directores deportivos. Igual que un Areso cuyas cabalgadas en la primera parte bajaron los humos a los defensas rojiblancos. El chico de Cascante es el mejor ejemplo de que, en ocasiones, volver atrás es avanzar. O que cumplir años no pesa en la mochila porque la edad da sabiduría, experiencia y saber estar. Y Budimir supo estar ante la salida acelerada de Aguirrezabala, mantuvo el temple en el lanzamiento del penalti y tiró de intuición para cazar el rechace del portero. Su temple contrastaba con la epidemia de nervios que afloraba fuera del verde. Todo eso estalló como un cohete el 6 de julio.

Esta vez Osasuna ganaba al campeón, en su estadio y en su competición fetiche. Otra vez. Donde duele.