El domingo pasado, justo un día después de que se rozara la tragedia en Astún al desprenderse la rueda de un telesilla y destensar la cuerda sobre la que van agarradas las sillas y causar varios heridos –algunos graves–, se cumplieron 40 años del fallecimiento de seis jóvenes navarros y vascos –cinco chavales y chavalas de entre 13 y 15 años y su monitor– en un alud en Candanchú. Aquel 19 de enero de 1985 es una fecha que muchos nos grabamos a fuego, en la que pasa por ser una de las mayores desgracias que han ocurrido en la historia de la montaña por estos lares.
Este miércoles, sin ir más lejos, un montañero guipuzcoano perdió la vida aquí al lado, en el Saioa, en otro accidente de montaña. Vivimos en una tierra privilegiada en cuanto a naturaleza, con acceso muy cercano a estaciones de esquí de alpino y fondo, a los Pirineos, a zonas de escalada de renombre como Etxauri y otras y, además, tenemos una afición enorme precisamente a realizar esta clase de actividades en todas y cada una de sus muchas variantes y escenarios. Pero, por desgracia y aunque solo sea por pura estadística, todos los años nos toca contemplar pérdidas de vidas humanas en forma de accidentes o incluso causas naturales, un peaje que se cobra la naturaleza y que a veces no somos capaces de ver del todo.
Además, ahí están los habituales incidentes relacionados con peregrinos que se extravían en el Camino de Santiago, algunos por pura imprudencia y desconocimiento y otros por pura mala suerte. Un cóctel de escenarios y de deportistas y senderistas que, ya digo, por mero número y volumen en ocasiones conlleva tener que ver la cara amarga, esa que por fortuna no parece que vaya a pasar a mayores en el caso de Astún, aunque aún hay heridos recuperándose. Podría haber sido un drama de grandes proporciones si hubiesen viajado en ese momento niños pequeños o a nada que pillase en telesillas más altos.