La llegada al poder de Trump en EEUU, un poder casi absoluto, ha dado paso en solo un mes a un nuevo periodo político en el que la democracia es ya imprevisible. Un nuevo mundo y unas nuevas reglas en la economía, el libre comercio, el derecho internacional y la geopolítica cuyas consecuencias a día de hoy son imposibles de calibrar. Trump es el síntoma de la enfermedad más que la enfermedad misma. Un ejemplo más que añadir a los que hace desde unos años se han ido extendiendo como una balsa de aceite por todos los continentes y modelos políticos. Los ciudadanos se refugian en el ejercicio del voto –quizá el único espacio de libertad absoluta, donde ni cámaras ni leyes le vigilan–, para ejercer su derecho de protesta.
Las razones del triunfo de Trump son varias, muchas quizás, pero hay una evidente: la respuesta de la ciudadanía a la pésima gestión de Biden y Harris. También al desapego creciente a un sistema capitalista en el que las democracias liberales han priorizado la especulación de los mercados y la globalización industrial por encima de las personas que son también los electores.
Ese rechazo se configura alrededor de un discurso derechista cada vez más ultra en la capacidad de crear discursos de rechazo y de odio que aúna machismo, corrupción, racismo, migración, mediocridad y autoritarismo, porque la izquierda está perdiendo la batalla política en las democracias occidentales tras el desmantelamiento del Estado de Bienestar y la globalización neoliberal, que han generado empobrecimiento, injusticia social y abandono. Y este domingo se celebran elecciones en Alemania, unos comicios trascendentales para ese país, pero también para el conjunto de la UE en un momento de desconcierto y confusión absoluta en el seno de Unión tras los cambios en las reglas del juego que está imponiendo Trump en lo político –abandono de Ucrania y acercamiento a Putin–, y en lo comercial con los aranceles y la búsqueda de un gran acuerdo con China.
Europa está dando señales de profundas divisiones de intereses entre sus distintos estados tanto en lo político como en lo comercial. Desde hace años ya, la UE muestra una ausencia de rumbo, posiciones propias y, sobre todo, falta de liderazgo .Desde la salida de la conservadora europeísta Merkel no ha habido un líder europeo con capacidad de influencia internacional y fortaleza para generar criterios propios en las decisiones de la UE.
Menos aún entre los representantes políticos de las instituciones europeas. Europa está atascada en un sistema legislativo en el que impera la burocracia, una incapacidad de tejer influencias y alianzas propias en el ámbito internacional y un atasco cada vez mayor a la hora de poder adoptar decisiones unánimes entre sus 27 miembros.
Los sondeos en Alemania apuntan a un triunfo de los conservadores de la CDU con Merz de candidato, pero advierten también del crecimiento electoral de la ultraderecha antimigración y pro rusa AfD que quedaría en segundo lugar por delante de la socialdemocracia del canciller Scholz, que podría llevar al SPD al peor resultado de su historia. En todo caso, AfD tiene muy difícil, si no imposible, llegar al Gobierno si la apuesta avanza hacia una gran coalición entre conservadores y socialdemócratas. Aún así es inevitable esa sensación de canto del cisne de la vieja Europa.