Comentaba hace días que los números de Ikuspegi, el Observatorio Vasco de Inmigración, dan para varias columnas, y aquí voy con la segunda, y aguantándome las ganas de una tercera, cuarta… No es cuestión de aburrir al lector: se trata de que reflexionemos. Según dicho estudio, un 64,7% niega que la inmigración frene el desarrollo del euskera y un 62,2% no cree que influya en la reducción de su uso donde es mayoritario. Es evidente que nos mola más la ideología que la sociolingüística.

A mí aún me flipa nuestro hermoso voluntarismo. Por supuesto que el idioma de quien se ocupa del bar del pueblo, atiende a nuestros hijos, cuida de los mayores, vive en el quinto derecha, nos alivia en el hospital, repara la caldera y mantiene abiertas las escuelas influye en los hábitos locales. En 2024 la mitad de los nuevos cotizantes en la CAV y Navarra han sido inmigrantes; hace diez años eran 70.000 y ahora son el doble. A ellos hay que sumar quienes curran en negro. ¿En serio es un dato lingüístico y cultural irrelevante?

Han pasado ya 65 años desde que Max Frisch clavara aquella sentencia moral en la conciencia europea –“queríamos trabajadores y vinieron personas”–, y aquí en la práctica, ni caso. Porque esas personas traen consigo sus sudores, afanes, ayeres, credos, y por mucho que vendamos las excepciones entre sus proyectos vitales no está aprender un idioma, el que sea, salvo que lo necesiten. Tampoco es difícil de entender. Irlanda está llena de vascos: ¿cuántos hablan gaélico? En fin, sigamos chutándonos bonhomía para acostarnos mejores, que tan solo es sobredosis para despertar peores, muchísimo peores.