Por los 980 metros de la avenida Carlos III de Pamplona circulan al día 2,5 millones de euros. En esta avenida gentrificada se realizan miles de compras –desde una bolsa de pipas a un Rolex de diamantes– transacciones bancarias y otras operaciones dinerarias. Gran parte de esta cantidad circula por las alcantarillas. Porque en cuanto entra en el torrente financiero se diluye en las profundidades. Allí adquiere un valor etéreo.
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La actividad comercial en este kilómetro de oro de la ciudad llega al orgasmo a las 12 del mediodía. A esa hora, la gente y el dinero fluyen con la solemnidad de un Primero de Mayo de los de antes. Decenas de jubilados sobrevitaminados pasean una felicidad insatisfecha. Algunas mujeres racializadas empujan sillas de ruedas donde descansa una vida en retirada. Un mendigo apostado en la esquina de un banco que garantiza hipotecas hasta la inmortalidad, lee El gran Gatsby, esa novela que te avisa que toda vida es un proceso de demolición.
De camino al primer café de la mañana, dos ejecutivos uniformados por Zara, descargaron calderilla en su escudilla. El mendigo les dio las gracias con el gesto de una absolución. En una terraza franquiciada, un grupo de adolescentes desencadenados liberaban hormonas a golpe de Karol G. A la altura de un ultramarinos de toda la vida, una pareja de encuestadores de una ONG ofrecía la salvación del alma comprando suscripciones de solidaridad internacional. Un poco más allá los Testigos de Jehová les hacían competencia. Ofertaban un curso gratuito de la Biblia tras el cual tu alma acabaría limpia de impurezas.
Quizá era el día Internacional de la Broma Final, pensé. En otra esquina, un músico callejero interpretaba Como hacer crac de Nacho Vegas. Cantaba como un iluminado y me quedé allí clavado. De vuelta a casa me tope con los Caídos. Solo la danza metafísica del franquismo hacía funcionar aquella mole siniestra que algunos desean conservar como espectáculo.