El sábado pasado tuvo lugar una nueva edición de la Milán-San Remo, que deparó unos 40 kilómetros finales históricos, con ataques de Pogacar que resistieron Van der Poel y Ganna y el triunfo final de Van der Poel en el sprint de la recta de meta, con Ganna en segundo lugar y Pogacar en tercero. A la incontestable valentía y calidad de Pogacar, se enfrentaron la incontestable calidad de los otros dos rivales y la escasa pendiente de las dos cotas finales –Cipressa y Poggio– permitió que el astro esloveno no se fuera en solitario, algo que ya hizo hace unos días en Strade Bianche y que ya firmó en muchos días el año pasado, firmando exhibición tras exhibición.

Ante el desenlace del sábado, yo me preguntaba si como espectador yo prefería pruebas de un día que se ganan con un ataque incontestable a 40 o 60 kilómetros de meta o pruebas como las del sábado. Y tengo muy claro que prefiero mil veces lo del sábado. Claro, los corredores hacen lo que pueden cuando Pogacar ataca, Pogacar está para ganar y lo hace cuando tiene opción y no está para entretenerme a mi u a otros millones, pero yo como espectador tengo mis preferencias: me hubiese dado igual que en el sprint hubiese ganado él, pero si se va en la Cipressa nos hubiésemos perdido 6 o 7 ataques más que hubo y el sprint final. Es sencillo de entender: cuando hay competencia, igualdad y rivalidad, el deporte escala en grados de emoción. En ciclismo y en cualesquier otra modalidad.

No es igual un partido de tenis que acaba 6-0, 6-0, 6-0 que uno que acaba en el quinto set. No es igual un 8-1 que un 3-2. Pogacar es una bendición para el ciclismo. Que haya alguno capaz de seguir al extraterrestre algún día suelto cuando el perfil lo permite, también. Asistimos al mayor talento sobre ruedas desde el mejor Hinault. Que se encuentre de vez en cuando con alguna horma eleva las carreras a puro arte.