En tiempos donde la participación ciudadana parece estar en crisis, la propuesta de bajar la edad para votar a los 16 años genera debate. ¿Son los adolescentes de esa edad lo suficientemente maduros para influir en el futuro político? O, por el contrario, ¿negarles ese derecho es una forma de subestimar su capacidad de análisis y compromiso? Quienes están a favor argumentan que a los 16 años muchas personas ya trabajan, pagan impuestos e incluso pueden ser imputadas penalmente.
Si se les exige responsabilidad en otros aspectos de la vida, ¿por qué no también en el ejercicio democrático? Además, el derecho al voto podría actuar como una herramienta educativa que fortalezca el compromiso político desde etapas tempranas. Los defensores también señalan que en muchos países donde el voto joven fue implementado, los resultados han sido positivos. En Austria, por ejemplo, el voto desde los 16 está permitido desde 2007. Los estudios realizados allí muestran que los adolescentes votan en proporciones similares o incluso superiores a las de los jóvenes de más edad. También en países como Argentina, Brasil, y Ecuador, los jóvenes de 16 y 17 años pueden votar, con diferentes grados de obligatoriedad. No obstante, los detractores de esta opción cuestionan la madurez política de los adolescentes. Sostienen que sus decisiones suelen estar marcadas más por la influencia de los adultos cercanos o por las redes sociales que por una reflexión autónoma. Temen que este grupo sea más vulnerable a la manipulación.
Otros señalan que el interés por la política a esa edad es aún incipiente y que antes de ampliar el derecho al voto, los sistemas educativos deben asegurar una formación cívica sólida. Al hilo de lo expuesto, si se baja la edad del voto, ¿por qué no también para otras responsabilidades civiles, como comprar alcohol, conducir ciertos vehículos o firmar contratos? Una democracia se fortalece cuando incluye, pero también cuando garantiza que esa inclusión se traduce en participación informada y libre. Si se opta por ampliar el derecho al voto a los 16 años, no puede hacerse de manera aislada: debería ir acompañada de políticas educativas, campañas de información y un entorno institucional que respalde el proceso. Por último, además de preguntarnos si los jóvenes están preparados para votar, deberíamos resolver si nuestra democracia está lista para escucharlos.