Los ejemplos son cada vez más notorios. Y menos excepcionales. El último en sumarse a una lista con cada vez más socios ha sido hace escasos días el ultranacionalista de extrema derecha George Simion, con una victoria inapelable en la primera vuelta de las repetidas elecciones presidenciales de Rumanía.

El líder de AUR, formación eurocrítica, nacionalista, homófoba en lo formal y con un lenguaje peligrosamente expansionista hacia territorios de Moldavia y Ucrania, se hizo con más del 40% de los votos en una contienda en la que dobló los resultados de otras opciones, entre ellas, la de la coalición de centro izquierda en el Gobierno de aquel país, que quedó en tercera posición y, por ende, fuera de la reválida. Una simple lectura de lo acontecido debería bastar para iniciar una ardua reflexión sobre qué está haciendo (u omitiendo) Europa para haberse convertido en territorio abonado para la implantación de florecientes formaciones de perfil populista, con el primer ministro Viktor Orbán en Hungría y su homólogo Robert Fico en Eslovaquia, como referencias, con una oferta abiertamente antieuropeista, y capaz de aglutinar amplios porcentajes de apoyo social en sus respectivos mercados.

Precisamente, el caso rumano es especialmente significativo, ya que entre los apoyos cosechados por el líder ultra, homologable, en su dimensión, a Vladímir Putin en sus valores compartidos, se encuentran muchos de sus nacionales que viven y trabajan en otros países de la Unión Europea gracias a políticas comunitarias de apertura de fronteras, lo que ha facilitado el éxodo de decenas de miles de rumanos hacia unas condiciones de vida mejores (no siempre logradas). Sin embargo, la desconexión con la visión europeísta sigue al alza, al igual que los movimientos antiinmigración, la desafección con la política tradicional y las frustraciones hacia los responsables políticos habituales, incapaces de responder a las necesidades reales de la población en un momento histórico de cambio de ciclo social y económico. Italia, Francia, Alemania, Italia, Gran Bretaña, España, Países Bajos, Serbia y, sobre todo, los EEUU de un Donald Trump que aplaude y mima el auge de estos movimientos, a los que considera sus aliados naturales. Europa se enfrenta a una crisis existencial que no permite demoras en el diagnóstico ni en el tratamiento.